Vencer, y perdonar, es ser vencedor dos veces.

Pedro Calderón de la Barca

 

¡A ensayar!

El León y la Domadora, escrita en 1997 por Antonio Orlando Rodríguez, es un texto escénico dividido en doce escenas. Dos personajes dialogan y hacen partícipe al lector de un viaje que comienza en mitad de una tormenta y que pone al límite la supervivencia de estas dos criaturas escénicas. Ella y Él se lanzan al mar para migrar a un “mundo mejor”, o al menos, a un mundo enraizado en su imaginación de dominadora y fiera. Utopía de un futuro colmado de todas aquellas cosas, ínfimas o poderosas, que ellos nunca tuvieron. 

 

La cuestión de la identidad choca con la ambición y la aspiración propia de aquellos que anhelan una vida mejor. El pasado quiere ser abandonado, borrado, anulado, y ambos personajes se lanzan al mar en busca de un futuro inalcanzable e impreciso. León y Domadora (máscaras que visten sus personajes) escapan hacia lo aleatorio y vago, hacia el futuro que no progresa, que huye hacia atrás en forma de imágenes y objetos que aspiran a cambiar su naturaleza, convirtiendo la harapienta carpa del circo natal en un espléndido toldo de terciopelo con luces brillantes de neón, un plato vacío en un jugoso bisté. ¿Pretenden alcanzar la frontera del “nuevo mundo” con el deseo de empezar una vida próspera desde cero? ¿Con todas las oportunidades y nuevas experiencias que les pueden ser dadas? La respuesta se intuye al comienzo de la obra:

 

Domadora. Y al final de cada función nos estará esperando un par de espléndidos, jugosos y condimentados bistés. Uno para ti y otro para mí. Carne, carne ganada con el sudor de nuestras frentes. (…).

 

Se trata de un reiterativo y obsesivo deseo de materializar los sueños en un repositorio de viejas escenografías transformadas, la vida en paralelo; lo mismo de antes, pero más abundante, más limpio, mejor acabado, más dulce, más jugoso, más rápido, más brillante, más… (de lo mismo).

 

Y es aquí donde se percibe, de manera latente, la demoledora realidad de una ideología “de domadores”, que ha talado por completo la visión de progreso con inyecciones de miedo en la memoria y en el foco de la confianza, la certidumbre, la ilusión, el optimismo. 


Domadora (…) Inhalo miedo, exhalo miedo, el miedo me contiene, le pertenezco, nado en una inmensa placenta de miedo amniótico, ¿y quieres oír algo más?, no sabría vivir ya sin este miedo nuestro de cada día.

 

Sin embargo, subyace en el texto un enfrentamiento ideológico que pone en jaque el ya difícil itinerario del viaje. El León no quiere abandonar su país natal, se resiste a la idea de dejar atrás los recuerdos, lo decide en la escena VI de la obra, en la que contemplamos un choque dialéctico entre dos posturas encontradas, la que desde el chauvinismo defiende la noción de país como rutina, hábito, sistematización: “(…) Lo quiero, lo estimo, lo aprecio, ¿cómo decirte?... Conozco todos sus defectos, pero estoy acostumbrado a él. ¿Qué quieres que haga?”, dice el León, y otra, la de la Domadora, que cree que un país puede ser “cualquier pedazo de tierra perdido en el culo del mundo donde puedas ser”.

 

La metáfora teatral, encarnada en los roles Mujer/Domadora y Hombre/León, descubre al lector un universo vertical de múltiples capas narrativas, y sobre todo, esboza algo muy necesario para la dramaturgia actual: el perspectivismo en el personaje y sus enunciados narrativos. Las criaturas escénicas de Antonio Orlando Rodríguez conviven en un viaje circular sin retorno, acceden desde mundos ficcionales que cohabitan con el esperpento, la crueldad, el romanticismo o el surrealismo.

 

Se revela al lector teatral un universo ficcional matemático de infinitas combinaciones. El circo impone su juego a los protagonistas, el viaje descubre una historia de amor-odio, el León desencadena el pathos emocional de la Domadora, el mar saca a flote historias perversas del pasado, el mar esperanza y a la vez un “cáncer que acecha”, el trapecio desde el que se despeñan los sueños, el poder; la dictadura, representada por una máquina de moler carne humana, el escarnio como parte del show.

 

Él: una bestia obediente que no ruge para no molestar, pero también el animal furioso que lame los barrotes, el león telépata, la bestia que cercena a la domadora uno de sus bellos miembros en cada función, el ángel-león, león-demonio y también el dios-león. Ella: la domadora que inhala miedo, la que ostenta la Medalla por 40 años de Trabajo Estoico que le otorgó el Sindicato de Trabajadores Circenses, la que pensó en arrancarse una rebanada de nalga para alimentar a sus nueve leones hambrientos cuando no había nada para comer. Un binomio Eros-Pathos, que representa la bipolaridad del ciclo genésico que enlaza sufrimiento y amor, voluntad y destino. Como en la Metamorfosis, de Richard Strauss, (es significativo el parecido de ambas obras aunque sean distantes en el tiempo y no guarden ninguna relación temática), prima la desolación y el dolor in memoriam como homenaje póstumo a todos los caídos durante el bombardeo, a los cadáveres flotando después del naufragio.

 

El texto, aunque posee sus dos discursos entretejidos, el dialógico y el didascálico, no impone al lector la imaginación del dramaturgo, no fuerza a una determinada propuesta escénica; por el contrario, la acción y la narración contenidas en el diálogo van dotando de sentido el marco visual de las escenas. Se presentan con naturalidad los estados de ánimo, y el paisaje hostil, frágil e inestable de un naufragio difícil con final sorprendente se va conformando con total libertad en una cadencia de fotogramas encadenados en los que podemos dibujar la trayectoria del viaje a ninguna parte.

 

Pero, ¿son realmente estos dos personajes un par de seres migrantes, perdidos en la oscuridad del océano, arriesgando sus vidas para alcanzar una vida mejor? ¿Se trata de una lección de desprendimiento y desapasionamiento, esa cara oscura del exilio que se impone como escudo para evadir el sufrimiento que provoca el desarraigo? Hay desde luego muchas otras lecturas implícitas en El León y la Domadora, su diálogo en clave metafórica, tamizado por el humor inteligente, la convierte en una pieza original e inquietante.

 

Esta podría ser la obra más triste jamás compuesta sobre el exilio. Imposible obviar las múltiples razones por las que su autor debió sentarse frente a la “máquina de escribir-pensar” un día cualquiera, reescribiendo el drama de tantos compatriotas, la similitud de aquella, y esta, su historia, en un período confuso, sobrehumano, traumático. Pero no, del poso amargo, es de principio a fin una comedia, un enjambre de ideas y explosiones de color con insinuaciones y guiños a Beckett, Ionesco y Piñera, una pieza de autor comprometida, con nombre propio, solo apta para navegantes de emociones intensas. 

 

 

Liuba Cid

Madrid, 2017