Y ENTONCES VOLARON

JUAN LABORDA BARCELÓ

La melancolía puede ser un lugar tanto físico como emocional. Eso es lo que un joven profesor, y protagonista de este libro, está a punto de descubrir tras quedarse atrapado por sorpresa en el limbo de sus recuerdos.

Con una prosa lírica y contenida, Juan Laborda Barceló construye un mecano que se puede leer seguido o de manera aislada, compuesto por pequeñas piezas que se ensamblan temáticamente hasta conformar un todo narrativo. En él se entremezclan historias diversas, como la de un caserón familiar atacado por el maquis, los amores y desamores universitarios, el suicidio de un conocido, los textos que nunca escribimos o la bruma de la infancia.

El lector inquieto, el amante de la metáfora, el cinéfilo recalcitrante y el aficionado a la historia encontrarán a lo largo de estas páginas un sinfín de guiños, semillas y referencias, pues precisamente serán los meandros del arte y de la creatividad los hitos de este recorrido por el pasado y por nosotros mismos.

 


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Volví a asomarme al balcón de mis recuerdos. Era una de esas primaveras que huelen a septiembre, a país nórdico y a aire de tormenta. La peregrinación anual al altillo frente a mi antigua facultad vino acompañada de un cielo con nubes en estricta formación. Poco sabía yo que aquel momento tendría consecuencias tan graves. 

Instalado en la atalaya del presente, contemplé un universo de sensaciones. Eran cíclicas como un huracán. Observé el lugar y, como si de un sortilegio se tratara, sin trámite ni mediación, volví a vivir en mis recuerdos. 

Debo confesar que no fue casual. El momento llegó aletargado en las rutinas diarias y me dejé sorprender por los matices de la emoción. La visita anual a Ciudad Universitaria para acompañar a mis alumnos a su examen de selectividad era siempre un recorrido lleno de nostalgia. Allí, en aquellos lares, crecí y aprendí a perder, descubrí lo que escuecen los arañazos del camino y los desamores. Y, sobre todo, descubrí que soñar también es una forma de ser. 

Hace muchos años que dejé la Caja de Cerillas, como llamaban cariñosamente al edificio de Filosofía B donde se impartían las clases de la licenciatura en Historia, y cada vez que vuelvo noto una aspereza tierna. A veces tengo la certeza de que son las cicatrices del vacío, caprichosas y perennes, que produce haber vivido. 

Lo que vino después no fue vacío, o quizá sí. La ensoñación y el vértigo. Las imágenes tan vivas como si el pasado fuera ahora. Desperté azorado en un letargo en el que no había cerrado los ojos y del que no podía desprenderme. Traía el aroma de los veinte años pegado a la piel. Droga dura. Imposible detener su influjo.