LA VOZ DE LO QUE FUIMOS

JUANA RÍOS

Beatriz, una mujer que, en plena crisis en su vida, se embarca en un viaje interior y una búsqueda en el desconocido pasado de sus orígenes. Amadeo, un hombre profundamente herido por una tragedia familiar. Ricardo, un antiguo traficante de hachís en el Estrecho de Gibraltar con una sombra en su interior que oculta tras de una aparente seguridad en sí mismo. Los tres conforman un triángulo en el que los acontecimientos se irán entrelazando hasta mostrar la fuerza de los sentimientos, la incapacidad para dominar las obsesiones y hasta dónde nos pueden conducir.

La impronta del pasado en la psicología de los personajes y, a la vez, el enorme poder de superación y afán de felicidad del ser humano; el pasado, un retrato de la España rural del siglo XX, donde la historia de nuestro país se mezcla y marca la de sus habitantes con sucesos, algunos trágicos y brutales, que conforman el origen que desea conocer Beatriz para hallar su lugar. El poder de la moral religiosa, la sumisión de la mujer en la asfixiante vida familiar del pueblo, la supervivencia durante la postguerra, las matuteras y el contrabando con Gibraltar, la belleza salvaje y a la vez generosa del valle del Genal, que es otro protagonista en la historia de ese pasado, crean la metáfora de una música nostálgica de todo lo que fuimos, la raíz de lo auténtico, el mundo duro en el que los hombres y mujeres luchan contra las adversidades con la fuerza y determinación de quienes cambiaron nuestro país.

 

«Juana Ríos, y todas las voces que con ella viajan, han venido para quedarse. Presten atención, flotan en el aire matices sensibles y letras estetas. Abran, por favor, el telón de esta historia con el ritual que merece». 

Juan Laborda

 


Ecos

 

Rasgar el velo de la mirada sensible, herida por los colores de la existencia, y romper a escribir no es algo nuevo para la poeta Juana Ríos. En sus versos anidan los olores especiados de la experiencia, la amargura del peso del tiempo y la esperanza sabia del derviche que, intuitivamente y guiado por energías telúricas prendadas del rumor del agua, busca, navega y camina entre valles y crestas. El surco claro de esa vida es una creación sincera, impulsada desde al abismo de lo inaprensible y el anhelo de narrar al calor de la lumbre. 

Hay tradiciones que se trasmiten como lunares en cuarto creciente, cicatrices en la memoria que se ablandan con la calidez del recuerdo, con el exilio imposible de las sensaciones. Son marcas que hieren la piel, pero que conforman un pensamiento libre, una emoción cierta como los puntos de sutura de un parto y un imaginario tan rico como los más fértiles rincones de un Macondo propio. Los lugares soñados son poco menos que otra realidad, la de una geografía familiar y onírica. Aquella en la que se construyen los mitos que nos sustentan y que, aun sin saberlo, velan nuestros sueños y dirigen nuestros pasos. Ese es el universo que despliega Juana Ríos en esta su primera novela: el de los hallazgos imposibles pero sentidos, el de los arañazos en la pleura de las vivencias, el de las visiones profundas y los ecos de seres que ya no están. Eco, como reverberación de nosotros mismos, es el concepto abstracto que más se aproxima al efecto que estas letras producirán en el lector. 

La historia, por tanto, es una de las claves de esta novela plasmada en dos tiempos, pero no será un amor por Clío ceñido a la perspectiva de la sucesión de acontecimientos. Se trata más bien la de intrahistoria honda de las personas, lo que podríamos llamar un recorrido sentido por las gentes que construyeron esta tierra nuestra. Es un relato hecho de azalea, arcilla y sal, de los espacios rurales donde se asientan las raíces, a pesar de que hoy estén quedando tristemente despoblados. El reflejo de pasiones, ideales y miserias que ya no existen, pero cuyo paisaje emocional permanece, es uno de los pilares invisibles del texto. En esa misma línea, se despliega toda una literatura de los sentidos. El Campo de Gibraltar, sus horizontes, flores, rincones e incluso sus idiosincrasias, tan locales como universales, palpitan entre estas letras con la fuerza del levante.  

La voz de lo que fuimos es una novela manantial, pues es caldo primigenio en las narraciones de una escritora profusa en formas y metáforas, pero también austera y tensa cuando debe. Son cauces, en definitiva, propicios para unas letras que, no me cabe duda alguna, seguirán creciendo hasta hacerse mar. 

Las vicisitudes familiares que aquí se cuentan son las máscaras trágicas del hombre, verdades ocultas entre verbos y epítetos ajustados. No son necesariamente trasuntos exactos, ni hechos explícitos, aunque su potencia lírica así los dibuja, sino esencias espirituales de los elementos básicos que alimentan el alma humana.

Diríase, por último, que existe una fuerza ciclópea y abstracta que dicta el río íntimo que fluye por esta novela. Y lo hace desde un lugar inalcanzable, desde la atalaya personal del pasado, de lo vivido y de lo no vivido, con la fuerza de aquello que no puede explicarse con palabras, a pesar de que sea necesario intentarlo. 

La literatura trata, muchas veces, de sobrevolar emociones sin lograr asirlas nunca, pero con el constante deseo de rozarlas con la yema de los dedos. Hoy, los modernos y atrofiados analistas literarios lo llamarían una voz propia, pero la realidad va más allá. Es esta una voz visceral que a su vez recoge el eco de otras muchas voces, de otras vidas y de otros pasos, como si cada golpe de suela empujase con su sonido el mecanismo de una maquinaria emotiva y perfecta, el grano siguiente del reloj de arena, el pistón alocado del motor de la construcción narrativa.

Juana Ríos, y todas las voces que con ella viajan, han venido para quedarse. Presten atención, flotan en el aire matices sensibles y letras estetas. Abran, por favor, el telón de esta historia con el ritual que merece. 

Juan Laborda Barceló