Acercarse a Salchichas vienesas y otras ficciones de Antonio Orlando Rodríguez es, vivir el cuento, hacerlo a las verdades de la imaginación, al tipo de verdad que late en su imaginario y se asienta en su forma y se amplifica en sus significados, siempre múltiples, lábiles y también de seguro por ello mismo, intensamente poéticos.
Los veinticuatro cuentos reunidos ahora en Salchichas vienesas y otras ficciones fueron escritos entre los años 1981 y 1994. Nos encontramos pues, ante una obra fruto de un rencuentro, de “una suerte de viaje en el tiempo”, tal y como nos lo narra el propio Antonio Orlando en el epílogo del libro que sabiamente intitula, “El cuento de los cuentos”. Lo que equivale a decir, al relato de lo relatado en estas historias años después de su escritura, a los avatares y peculiaridades de su construcción en diferentes momentos, a la reunión de textos publicados inicialmente en distintas ediciones y formatos, incluido el de las revistas literarias y cuya decisión de ser publicados en un solo volumen por la editorial Huso, pone en manos del lector -nos comenta el investigador literario Carlos Espinosa en la introducción a Salchichas vienesas-, “la posibilidad de leerlos todos juntos [adquiriendo así] el carácter de una obra continuada y orgánica”, “el descubrimiento de un narrador de historias nato”.
De ellos Strip-tease resultará núcleo fundamental en torno al cual se agrupan incluso algunos cuentos un tanto nómadas, “cuentos que nunca se habían publicado antes -nos dice Antonio Orlando- y que viajaron de país en país y de casa en casa, imperturbables, dentro de una carpeta”, es decir que formaron parte de una maleta que nunca supo de fronteras, de un auténtico equipaje personal y transnacional.
Continúa relatando Espinosa en su introducción que cuando publicó Strip-tease (en 1985), “Antonio Orlando Rodríguez era ya un autor reconocido en el campo de la literatura para niños [... que] sin embargo, incursionaba por primera vez como narrador para adultos, con un libro que tenía como subtítulo Cuentos de mal humor”. Y afirmo aquí con Espinosa, que esa experiencia -la de escribir historias para niños- constituyó y sigue constituyendo, el ejercicio de una práctica fundamental para el desarrollo de su cuentística toda, pues, tal y como he leído en algún lugar, “los vestidos de apariencia más sencilla son los que requieren un diseño más estudiado”.
Narra el propio Antonio en su epílogo que, “el joven de veintitantos años que escribió estos relatos, casi todos en un vetusto edificio de la Habana Vieja donde trabajaba como redactor publicitario”, inicia esa nueva andadura con relatos que el autor define como “auténticos strepteases interiores”. Desnudez e indagación emocional que al tiempo redunda en poderosas reflexiones plenas de su fértil imaginación, en cuentos donde lo cotidiano irrumpe en su faceta de fragmento de la experiencia transformado por la chispa de lo sobrenatural -aquella que habita en lo fantástico-, que rasga su corteza y deja paso a lo fantastique como fuente “para desmontar situaciones tópicas, mecanismos convencionales, las apariencias lógicas”, precisa finalmente Espinosa.
La prueba de ello es que sus personajes y situaciones están vivos. Que sus protagonistas, acciones y atmósferas, dan la impresión, o más exactamente, generan en la narración “la sensación de ser algo vívido, de presente” y todo ello gracias a la cuidada apariencia de lo que en principio, parece inverosímil. Por su magia, esa hechicera capaz de crear siempre nuevas realidades, esa otredad en mosaico donde lo sobrenatural, lo fantástico, seduce y asedia desde los bordes a la férrea racionalidad impuesta como criterio unívoco de realidad, quebrando su unidad, generando el diálogo y la pluralidad que ponen en duda, mediante el ejercicio de la ficción, cualquier criterio, insisto, de unívoca Verdad.
Salchichas vienesas y otras ficciones tiene garra. Porque posee pasión y emoción. Y también humor. “Humor [abunda Espinosa] en sus diferentes matices: absurdo, negro, grotesco, paródico, reflexivo”; añado, incluso pasajes de hilarante humor. Tiene garra esta escritura porque con su hacer, Antonio Orlando va adecuando la medida de lo que narra, fabula y siente, a lo que se expresa magníficamente en la estructura elegida, la del relato, de ese estilo de escritura que condensa la habilidad del que cuenta con precisión y como he dicho, emociona en el breve espacio que le es concedido por el género en sí mismo.
En Salchichas vienesas… se vive el cuento. En sus nítidos arranques y en sus finales abiertos, en los diálogos que irrumpen en el momento preciso de la narración para generar un abanico de las más variadas emociones, en cada pincelada viva y expresiva que otorga una extraordinaria capacidad de visualización del texto. Parafraseando a Antonio Orlando, en su afán escritural que se opone a la indiferencia ante la belleza y su destrucción.
Subrayo, aquí se vive el cuento intensamente en calidad de compañero de viaje y también, de mágico conjuro. Que aquí no se vive de engañosas ficciones sino que se aprecia en abundancia, el potencial de la imaginación que convierte a la ficción, con carta de derecho propio, en el espacio menos onírico, en un lugar que se coloca contiguo a la vida, formando parte de esta.
Contradiciendo el refranero, creo que soñar, cuesta. Y que el rol de la imaginación, dista mucho de oponerse frontalmente a la realidad y la ficción puede quedar bien alejada de las cosas fingidas y ambas, en alianza indisoluble, operar como una realidad transformadora más.
Alguien ha dicho que “en cierto sentido, escribir ficción puede compararse con la administración de una fortuna” y lo siento muy cierto, que “todo [aquí] es una cuestión de inversión: de tiempo, paciencia, de estudio, de pensamiento, de dejar que cientos de experiencias dispersas se acumulen y se agrupen en la memoria, hasta que de pronto una de ellas emerge y arroja su fuerte luz…” proyectando la imaginación, un nuevo punto de vista sobre las cosas. Creando con esa luz, nuevas cosas.
De este modo, sugiero compartir, con la lectura de Salchichas vienesas y otras ficciones, viaje y strip-tease. Que vayamos con Antonio Orlando Rodríguez “a sacar la soberbia y el miedo, que es terco, ladino, y ha sabido esconderse muy hondo; y esos balbuceos que nos sacuden a ratos, esos sobresaltos que enseñan la lengua, un instante apenas, antes de difuminarse; y la incertidumbre de si podré y la presunción de sin mí no sabrán y el rosario de complejos que arrinconó a la confianza. Vamos a quitarnos tendones y músculos, toda esa carne de primera y de segunda, los huesos y la sangre para al final reconocernos.” Pues, y sigo citando al autor en el final de su cuento “Strip-tease”, “un hombre ha descubierto que puede masticar, engullir, sacarle mejor el jugo a su pedazo de vida.”
Cerrando el círculo en mágico conjuro, este que ahora hago en voz alta: el de nuestra esperanza contra una existencia de sentimientos enlatados, contra los obstáculos que parecen oponerse al fluir del propio camino. Que no estará de más decir y sentir, con Salchichas vienesas y sus sabias, fantásticas ficciones, un “Ah. La vida- qué cosa maravillosa”.
María Elena Soto
Isla de Tenerife, septiembre de 2016.
No podría decir a estas alturas si conversamos una, dos, tres veces. En La Habana de mis vientipocos años abundaban las entregas de premios, las conferencias de prensa. Yo compartía el origen teatral y la pasión periodística con una rapidez, entre ilusionada y displicente. Eso sí, la sonrisa, la serenidad, la buena energía de Antonio Orlando Rodríguez se me quedaron en la memoria.
Después –ya entrando a España por “la puerta de Murcia”- recuerdo lo mucho que me alegró el Premio Alfaguara de Novela que recibiera Antonio Orlando con Chiquita, el gusto con que saqué el libro de la Biblioteca Regional y leí dos veces esa joya de la narrativa de nuestro tiempo.
Ahora la Editorial Huso me encarga que comente el libro Salchichas vienesas y otras ficciones y aquí estoy frente a ustedes con mi ronca voz y esa velocidad al decir que procuraré moderar.
Juntar los cuentos para adultos de Antonio Orlando significa todo un lujo para el lector español y ni qué decir para los cubanos que por el mundo andamos. Es además, un libro coherente, sólido, estructurado con una eficacia que tal parece por momentos un manojo de cuentos concebido desde su nacimiento para ser leídos en un mismo tomo y en ese justo orden.
En su formidable prólogo Carlos Espinosa Domínguez señala, con peculiar acierto, que la escritura para niños y jóvenes –en la cual Rodríguez sobresalió enseguida en aquella Cuba de los ochenta del siglo pasado y el pelo negro de ambos- le sirvió al autor de inmejorable escuela para tratar con naturalidad la fantasía, atravesando el camino de ida y vuelta que va de lo cotidiano a lo insólito.
Sobre el magistral uso de lo fantástico y otras virtudes de este libro, encontrarán en el texto de Carlos Espinosa una claridad y una síntesis que no abundan en los prólogos de este tipo. Yo quiero aprovechar estos minutos para hablar de dos aspectos de estos cuentos que me resultan especialmente cercanos.
Antes de llegar a la suerte de epílogo en el que Antonio Orlando –recordando al elegante y sobrio periodista que también le habita- cuenta de la reaparición de Virgilio Piñera en el panorama literario cubano como uno de sus estímulos juveniles, ya había anotado que sus cuentos me recuerdan a nuestro adelantado poeta, narrador y dramaturgo.
No soy el único en pensar que aquel hombre delgado y solitario que murió en 1979, tras años de un imperdonable silencio (que con razón se le ha llamado también muerte cívica), es el escritor más completo del siglo XX cubano.
Rodríguez en una primera lectura puede parecer más amable, menos drástico y amargo que Piñera, pero en ambos está la vocación de meter la mano –con destreza, sin gota de retórica ni prejuicios- en los temas más dolorosos e inquietantes. Y la gracia de estos dos virtuosos escritores suele lograr el hechizante resultado de que asuntos como la muerte, la sexualidad desde un ángulo esencial, la dolorosa vejez nos lleguen con una agudeza que resulta entre simpática y curativa.
Si contara con más líneas y menos miedo al aburrimiento de los demás, podría ahondar en que el vínculo Piñera- Rodríguez va más allá de que un cuento como El viaje, ese clásico de Piñera con un transitar infinito de dos personajes uno en un coche de niño y el otro en una cazuela, aporta un vigoroso desplazamiento de la lógica común que se encuentra en buena parte de las piezas del precioso libro de Antonio Orlando que ahora presentamos.
Hay en la filosofía –a la vez leve y honda- de los personajes de Rodríguez un desenfado, una auténtica originalidad que hacen recordar a protagonistas de la zona menos comentada del teatro de Virgilio. Evoco Los Siervos y ese protagonista que, en un mundo de felicidad generalizada y obligatoria, insiste en encontrar una buena patada para su trasero. O aquellos novios que dejan pasar los años en sus sillones insistiendo en renunciar a boda, vida familiar, hijos… en aras del legítimo derecho a decir NO.
Jugué, al darle santo y seña a estas líneas, con el título de uno de los cuentos que prefiero en esta muestra impecable y diversa. Me refiero a Sentimientos enlatados. Y ese cuento, en el que se encargan certezas muy espirituales como si fueran frijoles o camisas, trae de vuelta unos versos de Félix Pita Rodríguez que mis amigos me han oído citar de memoria durante años. La idea del poeta cubano es que uno quisiera a veces comprarse algo de ternura y hasta “unos gramos bien pesados de ignorancia u olvido”.
Compruebo con alegría que en un momento de esta colección Antonio Orlando cita al otro Rodríguez y por ahí me asomo al segundo y último costado que quería comentar, tras la lectura de un libro que lo deja a uno con el goce de la alta literatura y la inquietud del pensar de veras inteligente.
No hay en estos cuentos una vocación expresamente cubana. De hecho, para los que nos las vemos con la ficción y la disyuntiva de que nuestros personajes hablen a la manera de Cuba o –corriendo el riesgo de lo falso o impostado- de una forma más, digamos “universal”, tenemos en Rodríguez una referencia de equilibrio y eficacia.
Ahora bien, sin mencionar ciudades concretas, ni gozarse en modismos o situaciones típicas, Antonio Orlando apunta a Cuba por el camino más esencial. Con la misma jerarquía que menciona a Shakespeare, coloca delante de sus cuentos unas líneas de una canción del gran Sindo Garay o hasta las palabras que acompañan la melancólica sabrosura de un danzón.
Y además del mencionado Pita, nos trae a Eliseo Diego. Y otra vez mi gorda mano anota un síntoma de coherencia. Antonio Orlando Rodríguez es de la estirpe descarnada de Piñera pero también de la más sutil pero no menos certera de Diego.
Alguna vez titulé una columna “De modestos prodigios”, pidiendo las palabras prestadas al gran poeta habanero. Y de esto hay mucho en el encanto y la trascendencia de Salchichas vienesas.... Lo prodigioso está en la forma tan orgánica en que nos hace creer en la mujer que vive en la botella o en la invasión ultraterrestre sobre el cuerpo desnudo del amante que duerme. Pero hay en Antonio Orlando también humildad y modestia, esa hermosa palabra que los cubanos de nuestra generación casi perdemos ahogada en un vendaval de retórica, que la oponía al talento y hasta a la singularidad. Era preciso ser “modesto” todo el tiempo, aunque fuera “de mentirita” para no ser acusado -¡qué palabreja!- de autosuficiente.
En Salchichas vienesas y otras ficciones, Antonio Orlando Rodríguez es cubano sin apenas cubanismos, brillante sin pedantería; ingenioso sin gota de alarde o retórica. Tal vez ninguna forma mejor de definirlo que apelando a un par de líneas de su cuento Striptease: “(…) sabia querencia la suya de refractar la realidad”.
Amado del Pino
Madrid y septiembre de 2016.
Cuando publicó Strip-tease (1985), Antonio Orlando Rodríguez era ya un autor reconocido en el campo de la literatura para niños. Tenía editados cuatro libros, con
los cuales había ganado los premios La Edad de Oro e Ismaelillo, los más importantes de esa manifestación que se concedían en Cuba. Sin embargo, incursionaba por primera vez como narrador para
adultos, con un libro que tenía como subtítulo Cuentos de mal humor.
Pero contrariamente a lo que muchos podrían pensar, creo que aquella trayectoria previa le proporcionó la preparación idónea para iniciar esa nueva andadura. En su
faena para niños, Antonio Orlando Rodríguez se ejercitó en los que constituyen los pilares fundamentales de su producción cuentística para adultos. En primer lugar, la mejor literatura para el
público infantil es un espacio donde reside el asombro y que completa la vida mediante la imaginación. Es además una manifestación que no admite moralejas ni lecciones edificantes: nada odian más
esos lectores que los libros que pretenden ayudarlos a aprender la lección del colegio, confundiendo el arte con la pedagogía. En cambio, hay que ver su mirada y sus mejillas cuando están
inclinados sobre un libro que para ellos es una diversión, un pasatiempo agradable. Esto último era un reclamo del escritor ruso Máximo Gorki, para quien es necesario “el libro divertido,
entretenido, que desarrolle el sentido del humor en el niño”. Su concepto de esa literatura era tan alto, que no dudaba en afirmar que “se ha de escribir para niños igual que para adultos, solo
que mejor”. Con la experiencia y las herramientas que hasta entonces había adquirido, Antonio Orlando Rodríguez escribió los cuentos recogidos por él en Strip-tease.
Aquellos textos significaron el inicio de una propuesta a la que él se ha mantenido fiel. Hablo de una narrativa que hunde sus raíces en el reino de la fantasía,
pero en la cual no resulta posible establecer una clara demarcación entre el realismo y la creación imaginativa. En esos dos mundos todo es posible: un señor se dirige al Instituto de las
Necesidades Perentorias para que le prorroguen su felicidad (“Test”); una máquina de escribir que devora escritores deviene una atracción que arrastra multitudes (“Un tipo ahí”); un difunto se
pasea entre los asistentes a su propio velatorio (“Historia reconfortante”); un matrimonio ofrece a sus invitados platos tan exóticos como teléfonos con yogur y mantequilla (“Salchichas
vienesas”); los habitantes de una ciudad pueden adquirir enlatadas cuantas emociones precisan (“Sentimientos enlatados”). Es un muestrario rápido y espigado al azar que puede dar una idea de las
impensables historias creadas por Antonio Orlando Rodríguez.
Son situaciones en apariencia corrientes, en las que entra un elemento que las distorsiona y trastoca, convirtiendo el entramado en absurdo. Ingresamos así en el
reino de lo insólito, que paradójicamente está repleto de cotidianeidad. La falta de un entorno mágico es precisamente uno de los rasgos que distingue la narrativa de Antonio Orlando Rodríguez de
la literatura de pura imaginación. Asimismo, el elemento de distorsión queda tan integrado, que los personajes —y también el lector— lo aceptan como algo natural. Lo incomprensible y lo normal no
están reñidos, pues son caras de una misma moneda. En estos cuentos además nunca se pierde el sentido de lo real, que es preexistente y subyace en ellos. Con su pluma sutil e irónica, el autor
realiza una labor demoledora contra los fundamentos y las señales externas de la realidad.
Alguien puede pensar que estas narraciones están alejadas de nuestra existencia habitual. Ojalá lo estuvieran. A propósito de Strip-tease, Alberto Serret comentó
algo que se puede decir de todos los cuentos incluidos en este libro: “la fantasía de esos textos no es un mero pretexto para decir o hacer sin rumbo fijo, como se suele, en un puro regodeo
estético y literario”. En sus textos, Antonio Orlando Rodríguez opera para resaltar lo irracional y caricaturizar la estupidez soterrada, las formas insensatas en las que los seres humanos
fundamentamos nuestras normas de comportamiento, el absurdo de las situaciones y los valores comúnmente aceptados por la sociedad. Refiriéndose a ello, el propio escritor declaró que entre las
preocupaciones esenciales de las que quiso hablar están la cosificación de los sentimientos, el papel del escritor en la sociedad y la aniquilación de la belleza. Esas reflexiones están
presentes, pero sin que sea necesario hacerlas viables a través del embudo de la moralina.
En estos cuentos, su autor despliega su fascinación por los proyectos propios. Consciente de que defender en nuestros días un único y absoluto punto de vista sobre
la realidad es inaceptable, escapa del corsé impuesto por la literatura realista con vocación notarial. Transforma los hechos cotidianos de modo disparatado y crea mundos aparentemente irreales,
pero que descansan en nuestra realidad objetiva. Asimismo, se mantiene al margen de lo que se considera literatura nacional y muestra un proverbial desdén por los elementos que se supone dan la
marca cubana a cualquier texto narrativo: personajes, ambientes, lenguaje. Eso hizo que, desde que se diera a conocer como cuentista para adultos, se desmarcase radicalmente de las tendencias
formales y temáticas que dominaban en la narrativa escrita en la Isla.
Antonio Orlando Rodríguez trata el enfrentamiento del ser humano con el absurdo sin ponerse trascendente. Aparte de la fantasía, para desarmar y aniquilar cualquier
pretensión de trascendencia se vale del humor en sus diferentes matices: absurdo, negro, grotesco, paródico, reflexivo. Lo emplea como afilado bisturí para desmontar las situaciones tópicas, los
mecanismos convencionales, las apariencias lógicas. Su humor, no obstante, nunca llega a ser sarcástico ni cruel, pues no pretende juzgar ni condenar a sus personajes. En eso tiene que ver el
hecho de que sus narraciones además poseen una dosis de ingenuidad, término que uso no en su acepción peyorativa, sino en la filosófica de inocencia, a la manera del espíritu-niño que juega de
Nietzsche.
Para conseguir esa encantadora integración de realidad y fantasía, Antonio Orlando Rodríguez utiliza una prosa serena, razonada, dúctil. Su estilo guarda una
estrecha relación con lo que cuenta, y precisamente eso contribuye a que, por extraños que parezcan, los hechos posean una pasmosa verosimilitud. Recuerdo mi impresión cuando acabé de leer, en su
momento, Strip-tease. Aquellas narraciones de precisa factura estaban redactadas con una madurez y un esmero literario inusuales en un joven de veintitantos años, como los que entonces tenía su
autor. Ese es otro mérito más a reconocerle: el saber conciliar atinadamente el entretenimiento con el placer que reportan los textos bien escritos.
Pienso que es una decisión muy saludable que Antonio Orlando Rodríguez haya recopilado en un volumen sus cuentos, hasta ahora dispersos en libros hace mucho tiempo
agotados y en revistas. Pese a haber sido escritos de manera independiente y a lo largo de varios años, al tener ahora la posibilidad de leerlos todos juntos adquieren el carácter de una obra
continuada y orgánica. Estoy seguro además de que la lectura de la presente compilación ha de significar para unos cuantos el descubrimiento de un narrador de historias nato y un creador con un
imaginario novedoso y personal.
Carlos Espinosa Domínguez
Mississippi, junio 2016.
El autor de Chiquita (Premio Alfaguara de Novela) reúne en Salchichas vienesas y otras ficciones una selección de su narrativa breve que permite
apreciar otra vertiente de su producción literaria. En estos relatos de Antonio Orlando Rodríguez, la fantasía, el absurdo y el humor son utilizados como instrumentos para examinar la realidad
desde una perspectiva universal. Los ritos de las relaciones sociales, la cosificación de las emociones y los pequeños y grandes conflictos cotidianos del individuo contemporáneo son abordados a
través de situaciones sorprendentes, con la elegancia formal y la capacidad de cautivar al lector que lo caracterizan como creador.
Convencido de que “lo serio no tiene que ser sinónimo de aburrido”, en esta veintena de ficciones el escritor cubano explora, con inusual libertad y
desenfado, los territorios de la parábola y la parodia, del cuento al estilo de Las mil y una noches, el erotismo y el monólogo concebido como un striptease interior. Sus historias pueden
resultar insólitas o desconcertantes, pero más de un lector se reconocerá en los personajes y descubrirá en ellas una penetrante aproximación a sus circunstancias y preocupaciones.
“Pienso que es una decisión muy saludable que Antonio Orlando Rodríguez haya recopilado en un volumen sus cuentos, hasta ahora dispersos en libros
hace mucho tiempo agotados y en revistas. Pese a haber sido escritos de manera independiente y a lo largo de varios años, al tener ahora la posibilidad de leerlos todos juntos adquieren el
carácter de una obra continuada y orgánica. Estoy seguro además de que la lectura de la presente compilación ha de significar para unos cuantos el descubrimiento de un narrador de historias nato
y un creador con un imaginario novedoso y personal”.
Carlos Espinosa Domínguez
“…uno de los mejores escritores cubanos de la actualidad”.
Vítor Quelhas.
“En un tiempo en que escritores y medios conspiran para convencernos de que la literatura debe ser hermética o no ser nada, Antonio Orlando Rodríguez nos guiña un ojo confirmándonos lo que
siempre supimos: que desde la primera hasta la última hora de su existencia, la escritura no ha sido ni será nunca un juego de solitario, sino un juego que precisa como mínimo de dos: el autor y
el lector”.
Marcelo Figueras
“…estamos ante un fabulador con mayúsculas…”.
Ernesto Calabuig
“Un narrador para quien la realidad es un campo abierto a las más diversas especulaciones de la imaginación, de las que Antonio Orlando selecciona insólitas aristas que contribuyen a iluminar los
senderos que conducen a la realidad-otra, a esa cuarta dimensión tan buscada por los auténticos narradores”.
Eduardo Heras León
“Antonio Orlando Rodríguez se quita el sombrero ante el sufrimiento humano, refleja su existencia, padece con sus personajes; pero no se postra ante el dolor. Lo rebasa en una magnífica lección
de distanciamiento artístico, haciendo uso de la sátira y la ironía”.
Madeline Cámara
“Antonio Orlando Rodríguez la emprende contra la adulta absurdidad –los ritos de la creación artística, del espectáculo, de los funerales, de los sentimientos enlatados (sic), las alimañas
melancólicas (ídem); vira de revés (y al revés) una historia, párrafos, palabras, inserta fragmentos de pentagramas– en aras de una normal normalidad”.
Salvador Redonet