LA SOMBRA DE LA DUDA

EDITH  WHARTON

John Derwent se ha casado con Kate Tredennis, enfermera y la mejor amiga de su esposa Agnes, fallecida tras sufrir un terrible accidente. Kate es una esposa modelo y una madrasta ejemplar para Sylvia, hija de John y ­Agnes. Pero lord Osterleigh, el acaudalado padre de Agnes, desaprueba la rapidez de su yerno a la hora de contraer nuevas nupcias, y comienza a abrigar dudas en torno a la propia Kate. Todo se complica cuando el oscuro doctor Carruthers trata de extorsionarla a cuento de un oscuro secreto. Kate no es más que una noble enfermera en medio de un mundo de suspicacias y puritanismo. ¿Podrá resistir los embates de la alta sociedad cuando esta la convierta en objeto de sus malas lenguas?

Fechada en 1901, La sombra de la duda es la única obra de teatro de Edith Wharton (1862-1937). Perteneciente a los “años oscuros” de la autora, cuando todavía no se consideraba novelista, prefigura algunos de los temas de varias de sus novelas más importantes, como La casa de la alegría (1905) o The fruit of the tree (1907).

La sombra de la duda permaneció inédita hasta el verano de 2017, cuando dos profesoras dieron con el manuscrito en la Universidad de Texas. Fue una noticia de resonancia mundial: se trataba de una obra completa que, con la ironía y mordacidad habituales en la autora, satirizaba las costumbres de la alta sociedad de su época. Ha hecho falta más de un siglo para que disfrutásemos de una obra que, como afirmó Rebecca Mead en The New Yorker, “no estaba escondida en el ático, sino oculta a plena vista”. La espera ha merecido la pena. 

 


Prólogo

 

Prólogo

 

I. Escondido a plena vista

 

A comienzos del verano de 2017, las profesoras Laura Rattray, de la Universidad de Glasgow, y Mary Chinery, de la Georgian Court University de Nueva Jersey, dieron con una obra inédita de Edith Wharton (1862-1937). Dos manuscritos, aparecidos en el centro Harry Ransom de la Universidad de Texas, permitían advertir el proceso habitual de la autora: un primer bosquejo de notas y escenarios vagamente perfilados daba posteriormente lugar a unas hojas de borrador garrapateadas con lápiz o bolígrafo; a continuación, estas eran revisadas con pluma y lápices de colores y pegadas encima de un manuscrito que habría de ser mecanografiado para, a renglón seguido, someterse a una nueva revisión. La obra era original, estaba completa y, para más inri, venía a ser la única obra de teatro de la escritora estadounidense. Su título era The Shadow of a Doubt.

Fue una sorpresa mayúscula. Cierto es que los últimos años habían deparado algunas sorpresas: Alice Kelly había descubierto un relato bélico, titulado “The Field of Honour”, en la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale, que acababa de hacerse con la correspondencia inédita de Wharton con su institutriz, Anna Bahlmann; y Meredith Goldsmith había dado en la Biblioteca Rubinstein de la Universidad de Duke con La Duchessa in Preghiera, un manuscrito mecanografiado en italiano de la historia corta de 1900 The Duchess at Prayer. Con todo, nadie se esperaba lo que a continuación vendría: una obra completa en la que, con su ironía y mordacidad habituales, satirizaba las costumbres de la alta sociedad de su época, y cuya existencia desconocíamos por completo. Nos encontrábamos ante una obra de primer nivel que, sin embargo, Wharton se había afanado en obviar, escamoteándola de sus memorias. La pregunta era obligada: ¿por qué ocultó deliberadamente su existencia?

El manuscrito de La sombra de la duda, fechado en 1901, pertenece a los “años oscuros” de Wharton. Contaba por aquel entonces con treinta y nueve años. Solo había publicado relatos y poemas, por lo que no se consideraba novelista. De hecho, hasta la publicación de su primera novela, The valley of decision (1902), todo indica que Wharton dedicó la mayoría de sus esfuerzos a construirse una carrera como dramaturga.

Recapitulemos. La revista de arte The Critic advertía en 1897 de que Charles Frohman, el productor teatral más importante del momento, había encontrado un nuevo talento en la señorita Wharton. En la primavera de 1900, ella trata de entrar profesionalmente en el mundo del teatro por medio de la agente Elizabeth Marbury. Su carrera parece despegar y a punto está de ver el estreno de su adaptación de Manon Lescaut, del Abate Prévost, en Nueva York en febrero de 1901; sin embargo, la actriz principal, Julia Marlowe, se arredra al descubrir, horrorizada, que la muerte por ahogamiento de su personaje (a diferencia de la novela, que la hace morir en el desierto) la obliga a meterse en una bañera. Ese mismo año, inicia la escritura de The Man of Genius, una historia cómica en la que un novelista se siente más comprendido por su secretaria que por su mujer. También escribe una obra titulada The Tightrope, de la que nada sabemos. 

Entre medias, un enigma. En una carta fechada en 1901, su amigo Walter Berry dice: “Cómo me gustaría asistir al primer ensayo de La Sombra”. Berry pertenecía a la alta sociedad neoyorquina y fue, durante un tiempo, el embajador de Estados Unidos en París. Henry James atesoraba su amistad y Marcel Proust, perdidamente enamorado de él, entonaba frecuentes loas a su prestancia física y a la firmeza de su voz. Era un hombre alto, de marcada delgadez, producto de la malaria que había sufrido de joven, y bigote tupido que encarnaba a la perfección el arquetipo de dandi americano. No hay duda de qué quería decir con esa carta. El Atlanta Constitution anunciaba, al hilo de esos días, el ensayo de una obra de tres actos de Edith Wharton titulada The Shadow of a Doubt en el Teatro Empire de Nueva York, y especulaba con que Elsie de Wolfe podía ser la actriz protagonista.

Al sesgo de estos años, Wharton traduce Es Lebe das Leben, de Herman Sudermann, con la ayuda de su institutriz; durante años, su traducción (The Joy of Living) se vende como rosquillas y las adaptaciones se suceden, aunque la implacable Wharton tuerce el morro ante la actriz protagonista: su histrionismo la lleva a actuar “como un elefante que caminase sobre el teclado de un piano”. Así las cosas, en diciembre de 1902 el New York Times definía a nuestra autora con un epíteto que hoy no puede sino sorprendernos: “Mrs. Wharton, Playwright”.

En Una mirada atrás, su brillante libro de memorias, Wharton pasa por encima de su breve carrera teatral. Sí habla, en cambio, de la fallida adaptación dramática de su novela La casa de la alegría (1905), y atribuye su estrepitoso fracaso a la preferencia norteamericana por los happy endings. Es probable que la suerte de Lily Bart fuese demasiado triste para el teatro estadounidense, y es probable, también, que a Wharton le costase creer en su pericia como dramaturga. Una carta a su institutriz fechada en mayo de 1900 muestra su perplejidad ante el hecho de que George Alexander, un actor de moda en la época, hubiese elogiado su talento ante una amiga común. Al fin y al cabo, ejecutaba sus tareas creativas en la soledad de su alcoba, a escondidas de su marido, que veía en ellas una suerte de hechicería. Pocos conocían su doble vida. Como escribió en sus memorias, “me resistía a creer que una chica como yo pudiese escribir algo que mereciese la pena leer, y mis amigos me habrían dado la razón en esto”. Solo su amigo Walter Berry la animaba a escribir teatro, confesándole su convicción de que ganaría mucho dinero si se dedicaba a ello. Pero Wharton, azacaneando en sordina, tardó años en convencerse de su talento. Según su propia confesión, solo se percató de sus posibilidades como novelista cuando, andando el tiempo, comenzó a ganar ingentes cantidades de dinero en forma de royalties. A la sazón, la Wharton dramaturga ya no existía.

Un artículo de Rebecca Mead, publicado en The New Yorker, afirmaba que la obra “no estaba escondida en el ático (…) sino oculta a plena vista”. Recuerdo que el detalle me dejó perplejo. Recibí el texto con la emoción contenida de la nodriza Euriclea, obligada a guardar silencio, al reconocer la cicatriz en la pierna de Odiseo cuando creía estar lavando los pies de un vagabundo. A pesar de tratarse de la obra de una primeriza, La sombra de la duda albergaba trazas de la mejor Wharton. Volvía, por un golpe de suerte, la gran cronista de un mundo que se resistía a desaparecer. 

 

 

II. La vida entre bastidores

 

John Derwent se ha casado con Kate Tredennis, enfermera y la mejor amiga de su esposa fallecida, Agnes, víctima de un terrible accidente. Kate es una esposa modelo y una madrasta ejemplar para Sylvia, hija de John y Agnes. Pero lord Osterleigh, el acaudalado padre de Agnes, desaprueba la rapidez de su yerno a la hora de contraer nuevas nupcias, y comienza a abrigar dudas en torno a la propia Kate. Todo se complica cuando el oscuro doctor Carruthers trata de extorsionarla: sabe que administró una dosis fatal de cloroformo a Agnes cuando esta le suplicó que terminase con sus dolores, evitando así que su marido la viese agonizando. Kate sabe que no es más que una noble enfermera en medio de un mundo de puritanismo y suspicacias. ¿Podrá resistir los embates de la alta sociedad cuando esta la convierta en objeto de sus malas lenguas? De esto va, en resumidas cuentas, la obra que nos ocupa.

La sombra de la duda cuenta con elementos que resultarán familiares a los lectores de Wharton. Hay chantaje, extorsión y quemas de cartas, filisteísmo, misoginia y sororidad entre mujeres de clase baja, anticipando en buena medida La casa de la alegría. Hay, también, ácidas reflexiones sobre la clase privilegiada, recogiendo en buena medida el testigo de su obra inacabada Disintegration, que, según la autora, iba a ser “el estudio de la nueva clase privilegiada, un estudio de los efectos de la riqueza sin responsabilidad”. El personaje masculino es, como todos los grandes hombres whartonianos, un don Tancredo con pies de barro, incapaz de tomar decisiones por sí mismo: John Derwent no es, a este respecto, mucho mejor que Lawrence Selden, Ethan Frome, Newland Archer, Ralph Marvell u Oto Valsecca. Por contra, el personaje femenino es fuerte, valiente y decidido, y Kate Derwent juega en la honrosa liga de Lily Bart, Ellen Olenska y Justine Brent. 

Incorpora, asimismo, reflexiones sobre la profesionalización de la mujer que remiten a Un médico rural (1894) de Sarah Orne Jewett y anticipan Virginia (1913) de Ellen Glasgow, al tiempo que avanzan ideas que desembocarían en la novela de Wharton The fruit of the tree (1907). Esta muy controvertida novela toma de La sombra de la duda el armazón de su trama y el tema de fondo: la eutanasia. No fuimos pocos los memorialistas (me incluyo entre ellos) que vimos en dos sucesos la inspiración de Wharton para The fruit of the tree: el accidente de carruaje que dejó a su amiga Ethel Cram comatosa en julio de 1905 y la dolorosa enfermedad de Hartmann Kuhn, vecina suya en Lenox, que años después terminó poniendo fin a su vida. La inopinada aparición de La sombra de duda nos obliga a concluir que, si bien estos hechos pudieron servir de inspiración a la citada novela, no fueron el punto de ignición de su interés por el tema. Tampoco lo fue la muerte de Lucretia Stevens, madre de la autora, en junio de 1901, después de un año “paralizada e inconsciente”, como escribió la propia Wharton a su amiga Sara Norton en una carta que, hilando fino, permite intuir el uso de cuidados paliativos. Sea como fuere, Wharton volvió al tema en ocasiones, al punto de que, en 1906, al capitanear una sociedad contra la crueldad animal, abogó por “dejar que, en casos muy concretos, la vida mengüe muy calladamente”. 

En cuanto a la trama de The fruit of the tree, las comparaciones son evidentes. Bessy Westmore, dueña de la fábrica textil, agoniza tras un terrible accidente de caballo. A petición suya, la joven enfermera Justine Brent le administra una misericordiosa dosis de morfina. Como dice el verso de Petrarca, «un bel morir tutta la vita onora». Cuando, con el correr del tiempo, Justine se casa con su viudo, John Amherst, la felicidad se le antoja una tentación a dioses celosos —uno de los títulos que Wharton barajó para esta obra fue La carroza de los dioses—, y sus temores se confirman cuando un doctor, conocedor de su secreto, la chantajea. Wharton acometía una difícil empresa: por un lado, desembarazarse de la sombra de Henry James, cuyo estilo permeaba visiblemente en sus obras; por otro, meterse de hoz y coz en un tema espinoso. Ni el público ni la crítica fueron propicios. The fruit of the tree fue un fiasco. A pesar de venir precedida por el resonantísimo éxito de La casa de la alegría dos años atrás, sus ventas fueron modestas. Cierto es que la economía americana se había resentido a causa de los problemas en Wall Street el otoño de 1907, pero todo indica que resultaba una obra incómoda. Los críticos, por su parte, señalaban una visible paradoja: aunque la novela incluía ideas muy sugerentes, su armazón argumental era una embrollada y compleja urdimbre, difícil de seguir hasta para el lector más atento. No sucede eso con La sombra de la duda, cuya trama está mucho mejor ejecutada. Pero quién iba a saberlo. La semilla cayó fuera de surco y se extravió, agostándose. Hasta hoy.

Una última curiosidad. La sombra de la duda coincide en el tiempo con la construcción de The Mount, una casa de campo erigida en lo alto de una colina, al arrimo de finos árboles, en la región montañosa de los Berkshires. Ubicada en Lenox, Massachussets, Wharton levantó este delicado château con arreglo a sus dictados estéticos: luz, orden, simetría. Una larga terraza balaustrada discurría por la primera planta, paralela a una extensa galería que permitía entrar a cada estancia sin necesidad de pasar por las demás. De esta manera, Wharton se aseguraba un espacio independiente, erigiendo un fortín y una tronera donde, de otro modo, solo habría habido una cárcel. Probablemente la gran obra de Wharton fuese esta casa, en la que, durante tres décadas de mal avenencia matrimonial, consiguió enseñorearse del espacio doméstico, dotándose de una “habitación propia”. No es casualidad que su primer libro publicado fuese un ensayo sobre diseño de interiores. En The Decoration of Houses (1897), ilustrado por el arquitecto Ogden Codman, Wharton rechazaba el gusto decimonónico por el ornamento y proponía un regreso a la armonía clásica. En una de sus más de cincuenta planchas, una mujer aparece frente a un boudoir estilo Luis XVI, dueña de sus dominios, prefigurando la imagen de la propia Wharton. 

Como dice lady Uske a Kate Derwent, la heroína de La sombra de la duda: “Querida mía, a partir de los veinte todo en la vida es fingir, y es mucho más fácil hacerlo en una buena casa (…) que sola en una buhardilla”. En esta elíptica obra, los incidentes más melodramáticos se suceden entre bastidores, de suerte que, como defienden Laura Rattray y Mary Chinery, nos encontramos ante “un melodrama potencial que se niega a ser melodramático”. Transitamos con esta sensación por la mansión de lord Osterleigh en pleno Westminster, por la casa a orillas del Támesis de John Derwent y hasta por la humilde pensión a la que va a parar Kate Tredennis. Bien mirado, podría decirse que las casas son las auténticas protagonistas en las obras de Wharton. Entren en ellas y pónganse cómodos.

 

Jorge Freire