LA ISLA DEL DÍA SIGUIENTE

Crónica de una travesía por el Pacífico


PRÓLOGO

Buena proa…!!!

 

Cuando Eric me propuso que le escribiera el prólogo de su próximo libro me asusté bastante. Yo soy solo un simple regatista que ama su deporte y al que le encanta leer, pero sin gran capacidad creativa, a no ser que tenga un cabo entre mis manos y el casco de un barco bajo mis pies. Participé en la Volvo Ocean Race, en la edición del 2011-2012, la competición más importante y dura en lo que a vuelta al mundo a vela se refiere y allí viví unas experiencias que jamás olvidaré en mi vida. 

El paso por el Cabo de Hornos fue especial para mí y peligroso, al igual que lo había sido para otros navegantes como el glorioso Francisco de Hoces, el marino español que en el año de 1525, formaría parte de la expedición de Francisco José García Jofre al mando de la carabela San Lesmes y que descubriría este paso por accidente; o el mismísimo Francis Drake y su flamante galeón Golden Hind. 

Debido a los peligros, agravado por las fuertes corrientes, el intenso frío, las enormes olas que caían indiscriminadamente sobre el barco, y los fuertes vientos, rodear el Cabo de Hornos era una de las experiencias más emocionantes para los navegantes, al igual que para un montañero escalar el Monte Everest. A pocas millas de donde me encontraba se levantaba majestuoso el monumento en homenaje a los marinos fallecidos intentando cruzar esta misma ruta. Cuando pasas este punto, los marineros suelen guardar silencio en honor a sus compañeros ahogados en estas oscuras profundidades.

Tradicionalmente, cuando un marinero lograba superar el temible cabo, recibía un arete de oro en su oreja izquierda y se le permitía cenar con un pie sobre la mesa; aquel que además lograba cruzar el cabo de Buena Esperanza o de las Tormentas, en el extremo sur de África, podía colocar ambos pies. Yo podía ya colocar los dos pies sobre la mesa, si en el V70 de la Volvo Ocean Race, hubiéramos tenido lugar para llevar una.

Sin duda alguna quien mejor ha descrito esta temible ruta ha sido el escritor y marino francés Bernard Moitessier, en su obra La Larga Ruta: “La pequeña nube sobre la luna se movió hacia la derecha. Miré. Allí está, tan cerca, a no más de 10 millas de distancia y justo bajo la luna. Y no hay nada más excepto el cielo y la luna jugando con el Cabo de Hornos. Miré. Apenas podía creerlo. Tan pequeña y tan grande. Una colina, pálida y gentil; una roca colosal, dura como el diamante.”

Otro de los peligros de este paso eran los hielos. A pesar de que el límite de la banquisa pasaba a bastante distancia del cabo de Hornos, los icebergs seguían siendo importantes peligros para nosotros. En el Pacífico Sur, los témpanos se mantienen al sur de la latitud 50º, pero pueden llegar hasta los 40º Sur. El Cabo de Hornos está bajo ambas latitudes. 

Incluso siendo hombre de mar llegué a marearme al salir de Nueva Zelanda y unos días después volví a recaer. De todas formas a bordo de aquel Fórmula 1 del mar, no tenías tiempo de quejarte. Había que trabajar y llevar a cabo las tareas que me había encomendado el patrón del Telefónica, Iker Martínez, oro en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y plata en Pekín 2008, ambas en clase 49er. Las tareas asignadas, que en tierra podrían ser de lo más sencillas, en aquel barco que era capaz de navegar a 40 nudos, se hacían harto difíciles y más cuando te fallaban las fuerzas. Todo esto me ocurría cuando navegábamos por el océano Pacífico, en la etapa más dura de la regata que iba desde Auckland (Nueva Zelanda) a Itajaí (Brasil), unas 6.705 millas náuticas sin parar. Después, al llegar al tan ansiado Cabo de Hornos y por lo que nos despedíamos del Pacífico para entregarnos a las frías aguas del Atlántico Sur, tuvimos que detenernos para reparar el barco. Ese amanecer, allí perdidos en la nada, en aquel desierto de agua, en aquel solitario rincón del mundo, me impresionó.

 

 

 

 

Mi experiencia y sensaciones vividas durante las 39.270 millas náuticas que recorrimos en aquella edición de la Volvo Ocean Race, fue parecida a la que vivió Eric y el resto de sus compañeros cuando cruzaron el Pacífico en aquella endeble balsa de totora. La esencia de la navegación, el frío, el calor, las inmensas olas, la constante humedad, el sonido del mar golpeando la proa, o la intensa soledad, son algunas de las características comunes de cualquier tipo de aventura marina. 

Ahora la velocidad de los barcos es mucho mayor, en especial un barco como los V70, fabricado en fibra de carbono y con un peso aproximado de 14,5 toneladas, y que nos permitía navegar 600 millas en 24 horas. En el caso de la Uru, con un peso aproximado de 20 toneladas, y en donde tardaron en recorrer 12 días la misma distancia en la que nosotros habíamos empleado uno solo, los enemigos fueron los mismos, sencillamente porque los mares que atravesamos seguían siendo los mismos, ya fuera en una embarcación deportiva del siglo XXI o en una balsa de juncos del 200 d.C.

Otro recuerdo único y que aún guardo en mi mente eran las noches en mitad del mar, con el cielo lleno de estrellas. Los grandes albatros eran nuestros únicos compañeros, así como algún animal marino. Estuvimos más de 20 días sin ver absolutamente ningún signo de civilización. Eric y el resto de sus compañeros, estuvieron 72 días en total sin ver rastro alguno de civilización, tan solo el mar.

Lo cierto es que cuando te enfrentas a un océano, ya sea en un barco de competición ultramoderno o en una balsa primitiva de totora, los peligros que te encontrarás a tu proa serán exactamente los mismos. No hay diferencia, porque como dijo un día el gran poeta español, José de Espronceda: “Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria, la mar.” Para gente como nosotros, estos versos del poeta forman parte de nuestra manera de vivir y tal vez también, como nuestra particular forma de pensar. La leyenda de la isla del día siguiente, y que da título a este libro, sigue siendo la filosofía que guía no solo a los navegantes deportivos como yo, sino también a todos aquellos que a esta misma hora, en este mismo momento, atraviesan las aguas de un océano a bordo de un barco.

 

Buena proa Eric...

 

Diego Fructuoso

 

Miembro del Equipo Olímpico Español de Vela y tripulante en la XIª Volvo Ocean Race



INTRODUCCIÓN

En 1988, hace ahora 28 años, cinco españoles, Kitín Muñoz, director de expedición, Kiko Botana, navegante, Pepe de Miguel, cámara de televisión, Juan Ginés García, teniente del ejército y responsable de logística y comunicaciones y yo, como fotógrafo y ‘conseguidor’, realizamos una de las mayores proezas de la historia de la navegación actual: navegar en una balsa de totora, construida por los indios aimaras del Lago Titicaca, desde el puerto del Callao en Perú hasta la isla de Nuku Hiva, en el archipiélago de las Marquesas y posteriormente hacia la isla de Tahití, en el archipiélago de la Sociedad. En total 5.491 millas náuticas (10.170 km), casi la misma distancia que separa las ciudades de Madrid y Hong Kong, en 72 días a bordo de una embarcación réplica exacta de las utilizadas por los navegantes preincaicos en el 200 d.C. 

Cuando el responsable de la expedición nos propuso embarcarnos en aquella locura, ninguno lo dudó un minuto. Otros, a los que se les había ofrecido antes, prefirieron quedarse en tierra. Responsabilidades familiares, desconfianza en el proyecto o sencillamente miedo a lo que habría más allá de la costa peruana provocaron las deserciones.

Después de aquella proeza, la expedición vino rodeada de premios y condecoraciones en España y en el extranjero. La Medalla de Honor de la República Francesa, Medalla de Honor del Gobierno de la Polinesia, Escudo de Oro de la Ciudad de Papeete, Placa de Honor de la Polinesia Francesa, Escudo de Oro del Colegio de Oficiales de la Marina Mercante Española, Medalla de la Ciudad de Madrid y un sinfín más de premios que en realidad ninguno de los cinco tripulantes buscábamos. Incluso la Real Fábrica de Moneda y Timbre de España llegaría a acuñar en 1991, una moneda de oro con la imagen de la balsa Uru navegando por aguas del Pacifico.

En aquella época, trabajaba como periodista en una agencia de noticias estadounidense cubriendo información internacional en la delegación de Madrid. Yo había seguido las aventuras de Kitín Muñoz a través de los medios de comunicación. No recuerdo sinceramente como establecimos contacto, pero lo cierto es que lo establecimos.

Kitín iba contándome los avances de lo que iba a ser la Expedición Uru cada vez que aterrizaba por Madrid, de algún viaje por África o Perú. Una de sus mayores dificultades era ‘alistar’ a tripulantes preparados física y psicológicamente, y que quisieran embarcarse en semejante locura. La primera idea era que la balsa acogería a ocho tripulantes, pero a medida que la construcción de la embarcación avanzaba las deserciones iban en aumento. El martes 7 de junio, exactamente a veintidós días de la salida de la expedición desde el puerto del Callao, en Lima, Kitín me ofreció el puesto de fotógrafo. Él conocía mi trabajo realizado en los Camel Trophy de Borneo y Australia y en el Rally Paris-Argel-Dakar. Mis muy queridos amigos Antonio Olmos y Javier Alonso de la compañía Camel, me habían embarcado en aquellas dos grandes aventuras de la década de los ochenta.

La cuestión es que tenía tan solo siete días para pensármelo, ya que el martes 14 de junio debíamos salir rumbo a Perú. De los ocho tripulantes originales previstos para viajar en la balsa, solo permanecían tres. Tras consultarlo con mi madre, mi única familia, me dijo: «Jamás volverán a presentarte una propuesta así, para un viaje así. Si no te embarcas con 24 años, tal vez te arrepientas toda tu vida». Al día siguiente llamé a la directora de la agencia y le presenté mi renuncia. Siete días después, estaba en el Aeropuerto de Madrid-Barajas, para coger un vuelo de Iberia rumbo a Perú, con el fin de embarcarme en la que iba a ser una de las más grandes aventuras que me iba a tocar vivir. Por delante nos esperaban 5.491 millas náuticas y 72 días de navegación por aguas del océano Pacífico. He de confesar que hasta que me subí en la balsa, no sabía dónde estaba la popa y proa y mucho menos diferenciar el lado de estribor del de babor. Ya ni les cuento lo que era identificar una pasteca, chumacera, driza u obenque.

Tras aquella odisea, que solo cinco personas vivimos, al pisar tierra en Tahití cada miembro de la tripulación cogió su propio camino y su propio destino, perdiéndonos de vista. Tal vez la experiencia había sido demasiado fuerte como para querer volver a hablar de ella. Kitín, regresó a España en donde años después intentaría realizar tres nuevas expediciones que acabarían fracasando, las Mata Rangi I, Mata Rangi II y Mata Rangi III. Kiko y Pepe regresaron a las Islas Canarias donde aún residen. Juangi se reincorporó al ejército a su unidad en los Cuerpos de Operaciones Especiales (COES) en donde permaneció hasta alcanzar el grado de teniente coronel, y participando en operaciones tan polémicas como la Romeo-Sierra, la toma de la Isla Perejil, el 18 de julio de 2002. 

Yo por mi lado, al año siguiente decidí instalarme en Beirut, la capital libanesa en donde cubrí la cruenta guerra civil que asolaba el país desde 1975. Posteriormente me trasladaría a Jerusalén, en donde permanecería por espacio de cuatro años, como corresponsal de la cadena SER y Canal Plus. Después llegarían los conflictos del Golfo Pérsico, Kurdistán, Yugoslavia, Somalia, Irak, Afganistán y un largo etcétera, pero esa es otra historia.

La gloriosa balsa que había cuidado de todos nosotros en aquellas nada pacíficas aguas del océano Pacífico durante meses, acabó expuesta en la Plaza Colón. La tripulación nos enteramos de este hecho al pasar accidentalmente por este punto de Madrid. Yo la vi a través de la pequeña ventana de un autobús de la línea 21 de la EMT que pasaba por allí. Desde ahí lo cierto es que nadie sabe el destino que tuvo realmente la balsa original. Lo que sabemos es que una réplica de nuestra honorable embarcación fue prestada al Pabellón de la Navegación en la Exposición Universal de Sevilla, en 1992. Tras la Expo’92 nadie puso interés en la réplica hasta que fue restaurada para la apertura del espacio Puerta Triana en 1996. En 2007, se decidió destruirla al considerar que una nueva restauración no era viable. 

En mayo del año 2013, decidí buscar a los que habían sido mis compañeros de travesía. Pepe y Kiko vendrían a Madrid desde las Islas Canarias y Juangi desde Alicante. El día del encuentro sería el sábado 29 de junio, exactamente un cuarto de siglo después de nuestra salida a bordo de la balsa, desde el puerto limeño del Callao.

Durante horas recordamos anécdotas de la larga travesía pero la memoria nos fallaba en la mayor parte de las ocasiones o sencillamente preferíamos recordarlo de una forma que no fue. Al final del día, nos separamos tal y como habíamos hecho aquel mes de octubre de 1988. Sé que jamás volveremos a vernos. Tal vez por pudor. Tal vez porque preferimos guardarnos nuestros propios recuerdos de aquella expedición, o al menos los ‘recuerdos’ tal y como queríamos recordarla.

 

 

 

 

En el mes de junio de 2016, Mayda Bustamante, maravillosa editora de Ediciones Huso, decidió pedirme mis cuadernos de viaje a fin de publicarlos y que las generaciones venideras pudieran conocer y comprender la proeza que hicieron cinco locos y románticos jóvenes. La Expedición Uru, realizada en 1988, tenía tan solo cinco entradas en Google. La Expedición Kon-Tiki, realizada en 1947, tenía más de 1.710.000 entradas. En un mundo global, en un mundo interconectado no existía el menor rastro en internet de la proeza que hicimos hace ahora 28 años. 

Mis cuadernos, que me acompañaron durante toda la travesía, no son un libro de bitácora. Es un recordatorio de lo que vivimos y como lo vivimos, pero siempre desde el punto de vista subjetivo de uno de los navegantes. Alguien dijo que realmente la subjetividad era la propiedad de las percepciones, argumentos y lenguaje basados en el punto de vista de un sujeto, y por tanto influido por los intereses y deseos particulares del mismo. Puede que esto sean mis diarios de aquella travesía que tuve la suerte de vivir hace más de un cuarto de siglo.

También el gran Jean Guiart, el famoso etnólogo e historiador francés y estudioso de Oceanía, llegó a escribir un día: «Casi todo lo que se ha llegado a escribir sobre Oceanía es cierto, o lo ha sido. Al menos, ocasionalmente y al nivel de un solo ejemplo.» Puede que tuviera razón y este cuaderno sea solo mi percepción subjetiva de lo que fue esta gran experiencia por Oceanía.

Tras regresar a España desde la Polinesia, mis cuadernos de viaje quedaron unidos por una cuerda, y escondidos en un oscuro cajón. En 1991, salieron tan solo de su escondite para ser encuadernados por un maravilloso artesano palestino de la Ciudad Vieja de Jerusalén, que con el mimo de sus arrugadas manos unió los dos cuadernos originales en un grueso y magnífico libro de piel roja de cordero. En su portada en letras doradas, aparece la leyenda: Cuaderno de Bitácora. Por Eric Frattini y en su grueso lomo: Expedición Uru - 1988.

Al volver a España, tras cinco años de vivencias, guerras y hasta algún matrimonio en Oriente Medio, el cuaderno quedó ubicado en la sección de viajes de mi biblioteca compuesta por casi seis mil volúmenes. Allí permaneció en tranquilo reposo durante los siguientes veinte años. Ahora, cuando «ya no hablamos de corrido», como dice una muy querida amiga, y nuestros recuerdos comienzan a fallar, decido a mis 52 años que ya era hora de compartir con alguien más, aquella gran vivencia que fue la travesía de la Uru. Disfrútenla como lo hizo aquel joven de 24 años, que era yo por aquel entonces.

El título de este cuaderno de viaje, La isla del día siguiente, hace referencia a una antigua leyenda de los navegantes polinesios. Se cuenta que cuando los polinesios navegaban a través de las estrellas a bordo de sus canoas, uniendo los archipiélagos que inundan el Pacífico Sur, procuraban no quedarse más días de los necesarios para reabastecerse de alimentos y dar ofrendas a los dioses. La necesidad de continuar explorando y referirse siempre a la isla del día siguiente, les obligaba a no detenerse jamás, a seguir avanzando, a seguir navegando, a seguir su camino ocurriese lo que ocurriese. Esta leyenda ha provocado en el pueblo polinesio una auténtica forma de pensar, de ver la vida y a no detenerse jamás ante nada. Hoy esa leyenda les ha convertido en un pueblo fuerte y orgulloso de sus orígenes y tal vez, es mi forma de entender la vida y así creo que se lo he transmitido a mi hijo.

 

 En 1988, hace ahora 28 años, cinco españoles, Kitín Muñoz, director de expedición, Kiko Botana, navegante, Pepe de Miguel, cámara de televisión, Juan Ginés García, teniente del ejército y responsable de logística y comunicaciones y yo, como fotógrafo y ‘conseguidor’, realizamos una de las mayores proezas de la historia de la navegación actual: navegar en una balsa de totora, construida por los indios aimaras del Lago Titicaca, desde el puerto del Callao en Perú hasta la isla de Nuku-Hiva, en el Archipiélago de las Marquesas y posteriormente hacia la isla de Tahití, en el Archipiélago de la Sociedad. En total 5.491 millas náuticas (10.170 km), casi la misma distancia que separa las ciudades de Madrid y Hong Kong, en 72 días a bordo de una embarcación réplica exacta de las utilizadas por los navegantes preincaicos en el 200 d.C. 

 

Al regresar a España desde la Polinesia, mis cuadernos de viaje quedaron unidos por una cuerda, y escondidos en un oscuro cajón. En 1991, salieron tan solo de su escondite para ser encuadernados por un maravilloso artesano palestino de la Ciudad Vieja de Jerusalén, que con el mimo de sus arrugadas manos unió los dos cuadernos originales en un grueso y magnífico libro de piel roja de cordero. En su portada en letras doradas, aparece la leyenda: CUADERNO DE BITÁCORA. Por Eric Frattini y en su grueso lomo: Expedición URU - 1988.

 

Tras cinco años de vivencias, guerras y hasta algún matrimonio en Oriente Medio, el cuaderno quedó ubicado en la sección de viajes de mi biblioteca compuesta por casi seis mil volúmenes. Allí permaneció en tranquilo y sabio reposo durante los siguientes veinte años. Ahora, cuando «ya no hablamos de corrido», como dice una muy querida amiga, y nuestros recuerdos comienzan a fallar, decido a mis 52 años que ya es hora de compartir con alguien más, aquella gran vivencia que fue la travesía de la Uru. Disfrútenla como lo hizo aquel joven de 24 años, que era yo por aquel entonces.