LOS AMORES PROHIBIDOS DE LA MUERTE

GABRIELA GUERRA REY

Una treintena de cuentos —cinco libros— atraviesan el corazón de temáticas y estructuras disímiles. Un hilo los conduce: mundos girando alrededor de La Muerte. 

En esta primer antología de cuentos Gabriela revive a sus ídolos literarios; intima con la vida y la muerte; dramatiza sobre el futuro del planeta; recorre el mundo e irrumpe en el territorio definitivo de lo fantástico, desde la más palpable de las realidades.

 

Dijo Liliana Díaz Mindurry, prologuista de la obra: «Leer este libro me produce muchos sentimientos. Participo de su hechicería, de su ironía fina, a veces sarcástica, de su ternura melancólica pero también entusiasta. Percibo ese entusiasmo, esa energía de los que verdaderamente tienen vocación de escritores y de brujos. Nadie escribe bien sin brujerías, sin sortilegios, sin ser poeta aunque se escriban narraciones. Sin quebrar a la muerte, sin encandilarla para que se retire o no dañe, burlándola... Si la muerte es nulidad y fracaso, quebrantar su prohibición es, como en este caso, escribir buena literatura!»

 


PROHIBIR A LA MUERTE CON MAGIA

 

 

La muerte tiene amores prohibidos, sugiere Gabriela Guerra Rey a través de uno de sus cuentos: «La muerte». Para mí la muerte es igual que el lenguaje, presencia de la ausencia: y uno de los amores prohibidos de la muerte es la literatura, y cuando digo «literatura» quiero decir «poesía» en el sentido más amplio. El vacío profundo inherente a las cosas es la materia prima de la literatura que, ya sabemos, es nada, y en ese nada alcanza la intensidad de sentido. La muerte es lo imposible, ese real imposible que mentaba Lacan, lo que es posible, pero no desde la conciencia, y se vuelve paradoja pura. La literatura habla de todo, es decir, de nada, realiza la nada desde la ficción de las palabras. El lenguaje es posesión de la pérdida, como la muerte. La poesía ¿no es, acaso, excedente de sentido? Ese exceso sería un amor prohibido de la muerte. Porque la muerte es carencia y el exceso o la desmesura sin énfasis es la poesía-literatura.

En este precioso libro de relatos «vive» obsesivamente la muer­te. En «El pabellón de los comunes» leo que no hay vida eter­na y sí, muerte eterna. A través del cuento «La ciudad de los difuntos» surgen las ciudades de los vivos y de los muertos y sus límites, sus peligrosos bordes. Hay una mujer que se decide a entrar en el ojo de la tempestad, «La tormenta». Está el deseo furioso de inmortalidad a partir de una biblioteca, «Inmortal hasta la inmortalidad»; la situación irónica que produce la muerte de un soldado en un pueblo (los pueblos perdidos y extraños son imágenes recurrentes) en el relato «El joven soldado». No deja de haber amenazas de muerte general por la extinción de especies: «Genocidio», «Extinción masiva»; petrificaciones: «La estatua». Y en el grupo de los Homenajes, las muertes de los hacedores de sueños, de los magos, los que la enfrentan a través de la literatura: «El gato de Alfonsina», «Un poeta ha muerto en el País de las Sombras Cortas»; venciéndola incluso: «Polvo de olvido», «Mis fantasmas». También muertes en vida de mujeres, «Violación», preciso y contundente; «Hay pueblos que saben a desdicha», impecable cuento rulfiano.

 

 

 

«El amor es fuerte como la muerte» ilumina el Cantar de los Cantares. Y Guerra Rey afirma que la muerte tiene amores prohibidos. Prohibidos, claro, porque nada más opuesto (y complementario) que la muerte y el amor. Desde el instinto, «Un día en una ciudad europea», o el misterio del orgasmo, «El postrer instante». En el grupo de historias titulado Aventuras del Gran Danés encuentro toda la fantasía que genera el amor, los resplandores que vibran en pequeños sucesos. Una entonces no duda de que el amor que se le prohíbe a la muerte es un conjuro, una posibilidad de acuchillar cualquier desolación, si se me permite otra paradoja.

Y hay más sugerencias sutiles; tienen que ver con el excedente de sentido al que me referí al comienzo de este comentario. Soñar como antídoto, «Los sueños»; realizar una tarea imposible a la manera del dichoso Sísifo de Camus, «El pescador y la mantarraya»; espejarse y hacerse amigo de un ser horrendo y maravilloso, «Lágrimas de sangre»; descubrir nuestra cara oscura y luminosa, pero en la verdadera desgracia optar por la más feliz, «Las dos caras»; hacer arte aunque nos toque ser una marioneta, «La actriz y el titiritero»; escribir hasta volverse transparente y desaparecer, «Cuento transparente». Este último me parece el verdadero reto a la muerte, porque la creación es desafío, porque es el amor más perfecto sin posibles abandonos o sufrimientos.

Sigo entonces la idea de exceder el sentido. Leer este libro me produce muchos sentimientos. Participo de su hechicería, de su ironía fina, a veces sarcástica, de su ternura melancólica pero también entusiasta. Percibo ese entusiasmo, esa energía de los que verdaderamente tienen vocación de escritores y de brujos. Nadie escribe bien sin brujerías, sin sortilegios, sin ser poeta aunque se escriban narraciones. Sin quebrar a la muerte, sin encandilarla para que se retire o no dañe, burlándola. La metáfora rompe la literalidad de las cosas y, por tanto, la petrificación, la rigidez, la rutina, el lenguaje cotidiano que aspira a comunicar y no comunica. Si la muerte es nulidad y fracaso, quebrantar su prohibición es, como en este caso, escribir buena literatura.

 

Liliana Díaz Mindurry

Mayo 2019