EL NAPOLEÓN DE NOTTING HILL

GILBERT KEITH CHESTERTON

PRÓLOGO

 

Comentarios preliminares
sobre el arte de la profecía

 

 

 

La raza humana, a la que tantos de mis lectores pertenecen, ha estado desde el principio entregada a juegos infantiles, y probablemente seguirá estándolo hasta el final, lo cual resulta un fastidio para las pocas personas que llegan a madurar. Uno de sus juegos predilectos es el de «oscurecer el mañana», también llamado (por los rústicos de Shropshire) «desairar al profeta». Los jugadores escuchan con atención y respeto cuanto tienen que decir las personas inteligentes sobre lo que ocurrirá en la próxima generación. Entonces los jugadores esperan que esas luminarias hayan muerto, y amablemente las entierran. Luego van y hacen algo diferente. Eso es todo. Para una raza de gustos sencillos resulta muy divertido.

 

Pues los humanos, como niños que son, suelen obrar con porfía y a hurtadillas. Y desde que el mundo es mundo jamás han hecho aquello que los sabios juzgaban inevitable. Se dice que apedreaban a los falsos profetas; pero con mayor y más justo deleite hubieran apedreado a los verdaderos. Individualmente, los hombres tienen un aspecto más o menos racional: comen, duermen, hacen proyectos. Pero la Humanidad en su conjunto es cambiante, mística, voluble, encantadora. Los hombres son hombres, pero el Hombre es una mujer.

 

A principios del siglo xx el juego de desairar al profeta se volvió más difícil que nunca. La razón de esto era que el número de profetas y profecías había crecido tanto que resultaba difícil eludir su inventiva. Cuando un hombre hacía algo espontáneo, frenético, y completamente original, lo alcanzaba después la horrible sospecha de que tal vez aquello había sido predicho. Cada vez que un duque se trepaba a una farola, o que un deán se emborrachaba, no podía sentirse verdaderamente feliz, no podía estar seguro de no estar cumpliendo alguna profecía. A principios del siglo xx los individuos inteligentes eran legión. Abundaban hasta el punto de que un bobo era algo excepcional, y cuando aparecía uno, las multitudes lo seguían por las calles, se lo tenía en gran estima, y se le daba algún alto puesto en el Estado. Y todas las luminarias se dedicaban a elucubrar qué pasaría en la era siguiente, generando versiones sumamente esclarecedoras, sumamente lúcidas, y absolutamente distintas entre sí. Y parecía que esta vez sería imposible continuar con el viejo y querido juego de embaucar a los ancestros, debido a que los ancestros se olvidaban de comer y de dormir, y de los asuntos políticos prácticos, para meditar día y noche sobre qué sería más probable que sus descendientes hicieran.

 

El método adoptado por los profetas del siglo xx consistía en esto: tomaban cualquier cosa que estuviera ocurriendo en su época, y decían que aquello continuaría ocurriendo cada vez más hasta que sucediese algo extraordinario. Y muy a menudo añadían que esa cosa extraordinaria había sucedido ya, en algún sitio insólito, y que eso constituía un signo de los tiempos.

 

Estaban, por ejemplo, Mr. H. G. Wells y otros, que pensaban que lo más descollante del futuro sería la ciencia; que así como el automóvil era más rápido que el coche de caballos, alguna cosa adorable sería más rápida que el automóvil; y así sucesivamente, para siempre. Entonces se alzó de sus cenizas el Dr. Quilp, quien dijo que sería posible enviar a un hombre alrededor del mundo, en su máquina, a tal velocidad que podría sostener una larga y animada conversación en alguna aldea del viejo mundo, pronunciando una sola palabra en cada vuelta que diese. Se decía que este experimento había sido intentado con un viejo alcalde apoplético, que fue lanzado alrededor del mundo tan de prisa que daba la impresión (a los habitantes de algún otro astro) de que alrededor de la Tierra había un anillo continuo —semejante al de Saturno— hecho de patillas blancas, tez colorada y ropa a cuadros.

 

Y estaba la escuela contraria: Mr. Edward Carpenter, que pensaba que en muy poco tiempo regresaríamos a la Naturaleza, y que viviríamos con la misma sencillez y lentitud que los animales. Y detrás de Edward Carpenter vino James Pickie, D.D. (de la universidad de Pocahontas), quien dijo que rumiar, o alimentarse de manera lenta y continua como las vacas, mejoraba enormemente a las personas. Y contaba que había soltado a varios ciudadanos a cuatro patas en un campo cubierto de chuletas de ternera, con resultados sumamente alentadores. Luego Tolstoi y los humanitarios dijeron que el mundo se estaba volviendo más compasivo, y que por tanto ya nadie sentiría el deseo de matar. Y Mr. Mick no sólo se hizo vegetariano, sino que a la larga proclamó el fin del vegetarianismo («el derramamiento de la sangre verde de los animales mudos», como delicadamente lo llamaba), y predijo que en una edad mejor los hombres vivirían nada más que de sal. Y entonces llegó el panfleto de Oregón (que cuestionaba aquello), aquel panfleto titulado «¿Por qué ha de sufrir la sal?», detonando nuevos conflictos.

 

Por otra parte, había gente profetizando que los parentescos se volverían más limitados y estrictos. Estaba Mr. Cecil Rhodes, quien creía que la cosa más importante del futuro sería el Imperio Británico, y que habría un abismo entre los que pertenecieran a un Imperio y los que no, entre los chinos de Hong Kong y los chinos del exterior, entre los españoles del Peñón de Gibraltar y los españoles de allende el mismo. Y su impetuoso amigo, el Dr. Zoppi («el San Pablo del anglosajonismo»), llegó aún más lejos por ese camino, afirmando, como corolario de ese punto de vista, que sólo debería de considerarse canibalismo el comerse a un miembro del Imperio, no a miembros de los pueblos sometidos, a los cuales, según él, no habría que matar de forma innecesariamente dolorosa. Su horror ante la idea de comerse a un hombre de la Guyana Inglesa demostraba hasta qué punto malinterpretaban su estoicismo quienes lo tenían por insensible. Sin embargo, llegó a verse en una posición difícil; pues había intentado aquel experimento, y como vivía en Londres, se vio obligado a subsistir enteramente a base de organilleros italianos. Y su final fue horrible, pues justo cuando acababa de iniciar aquella dieta, Sir Paul Swiller leyó su gran ponencia en la Real Sociedad, demostrando que los salvajes no sólo tenían derecho a comerse a sus enemigos, sino que desde un punto de vista moral e higiénico hacían bien, pues las cualidades del enemigo, al ser devorado, se transferían al devorador. La idea de que la naturaleza de un organillero italiano estuviera creciendo y floreciendo irrevocablemente en su interior fue más de lo que el anciano y gentil profesor pudo soportar. 

 

 

Estaba Mr. Benjamin Kidd, quien decía que la preocupación y el conocimiento del futuro sería cada vez más la tónica de nuestra raza. Idea que fue desarrollada con mayor vigor por William Borker, quien escribió aquel pasaje que todo escolar conoce de memoria, sobre cómo las gentes de las eras futuras llorarán junto a las tumbas de sus descendientes, y mostrarán a los turistas el escenario de la batalla histórica que tendrá lugar varios siglos después.

 

Y también se destacaron Mr. Stead, quien creía que en el siglo xx­ Inglaterra se uniría a Estados Unidos, y su joven lugarteniente, Graham Podge, que incluía en la Unión Americana a los estados de Francia, Alemania y Rusia, siendo ra la abreviatura del estado de Rusia.

 

Estaba asimismo Mr. Sidney Webb, quien decía que el futuro vería un incremento constante del orden y la pulcritud en la vida de la gente; y su pobre amigo Fipps, que enloqueció hasta el punto decorrer por el campo con un hacha, cortando las ramas de los árboles cuando estos no tenían la misma cantidad por ambos lados.

 

Todos estos inteligentes individuos profetizaban aquello que estaba a punto de suceder con la más variada inventiva, pero todos lo hacían con el mismo método: tomaban algo que veían «venir con fuerza», y lo llevaban tan lejos como se los permitiese su imaginación. Decían que ese era el modo sencillo y verdadero de anticipar el futuro. El Dr. Pellkins sentenciaba en un espléndido pasaje: 

 

Así como, cuando en una pocilga vemos un marrano más grande que los otros, sabemos que por una ley inalterable de lo Inescrutable, este marrano llegará un día a ser mayor que un elefante; cuando al ver hierbas y dientes de león creciendo y multiplicándose en un jardín, sabemos que crecerán, pese a todos nuestros esfuerzos, más alto que las chimeneas hasta tapar por completo la casa, así también sabemos y aceptamos con reverencia, que cuando en la política humana una fuerza presenta una actividad considerable durante cierto periodo, dicha fuerza continuará su ascenso hasta alcanzar el cielo.

 

 

 

Y realmente parecía que los profetas habían puesto en un novedoso aprieto a la gente (que continuaba jugando al viejo juego de desairar al profeta). Resultaba de veras difícil hacer algo sin cumplir alguna profecía.

 

Pero había algo extraño en la mirada de los obreros en las calles, de los campesinos en los campos, de los marineros y de los niños, y especialmente en la mirada de las mujeres, algo que mantenía a los sabios en una duda constante y febril. No lograban sondear la alegría inmutable de aquellos ojos. Al parecer todavía se guardaban algo bajo la manga; todavía estaban jugando a desairar al profeta.

 

Entonces se apoderó de los sabios un frenesí; dando tumbos de aquí para allá, gritaban: «¿Qué podrá ser? ¿Qué podrá ser? ¿Cómo será Londres de aquí a un siglo? ¿Habrá algo en lo que no hayamos pensado? Casas al revés… ¿serían más higiénicas quizá? Caminar con las manos… flexibiliza los pies, ¿no lo sabíais? Luna… automóviles… sin cabeza…» Y de este modo continuaron elucubrando y dando tumbos, hasta que murieron y la gente amablemente los enterró.

 

Luego la gente siguió con lo suyo e hizo lo que le vino en gana. Será mejor no ocultar por más tiempo la dolorosa verdad. La gente había logrado burlar a los profetas del siglo xx. Al levantarse el telón de esta historia, ochenta años después del día de hoy, Londres permanece casi exactamente igual a como es en la actualidad.


SOBRE EL AUTOR…


© De la foto: José Víctor Martínez Gil
© De la foto: José Víctor Martínez Gil

GILBERT KEITH CHESTERTON

 

(Campden Hill, 1874 - Beaconsfield, 1936; Inglaterra). Crítico, novelista y poeta, su obra lo distingue entre los más brillantes narradores de la literatura inglesa. Estudió en St. Paul’s School, y luego arte en la Slade School of Art y literatura en el University College London. Se dedicó al periodismo, escribió columnas en el  Daily News y The Illustrated London News; en 1925 comenzó a editar su propio semanario, G.K.’s Weekly.

El Napoleón de Notting Hill, escrita en 1904 y ambientada en 1984, fue considerada por Chesterton su primera novela importante. Además de la poesía —El caballero salvaje, 1900—, y los estudios literarios —Robert Browning, Dickens o Bernard Shaw, 1903 - 1909—, se dedicó a la prosa detectivesca, y en 1908 publicó su obra maestra El hombre que fue Jueves. Ese mismo año aparece su ensayo Ortodoxia dedicado a la religión cristiana, que junto a El hombre eterno, 1925, muestra su evolución espiritual. Se convirtió al catolicismo en 1922, en una ceremonia oficiada por el sacerdote John O´Connor, modelo para la creación de su detective el padre Brown, protagonista de la conocida serie de relatos escritos entre 1911 y 1935. Dicha serie, iniciada por El candor del padre Brown, consolidó su fama literaria y fue traducida al castellano por Alfonso Reyes en 1921.

Chesterton cultivó en su vasta obra casi todos los géneros literarios. El excéntrico “príncipe de las paradojas” une el humor, la ironía y la observación precisa en un estilo donde, en palabras de Jorge Luis Borges, “la limpidez y el orden son constantes”.