Historias Parisienses

TRIBULACIONES DEL CORAZÓN,  QUIMERAS DEL PENSAMIENTO

 

Thomas Wolfe, en su novela Del tiempo y del río pone en boca del protagonista una afirmación acerca de un grupo de escritores, entre los que se incluye a Octave Feuillet: “Sabía que ninguno de ellos había rivalizado con Balzac, superado a Stendhal, aventajado a Flaubert”.

Esa sensación que marca a los llamados escritores menores –o quizá fuese más exacto llamarles medianos o simplemente no clásicos- confieso que estuvo entre mis expectativas al disponerme a comentar brevemente estas dos novelas que ahora ofrece la naciente y pujante editorial Huso bajo el título de Historias parisienses.

Feuillet fue muy conocido en su época y ha seguido publicándose y representándose después. Tanto en La novela de un joven pobre como en Historia de una parisiense hay suficiente vigor literario, sabiduría sobre las pasiones humanas, eficacia en el retrato de los personajes y las  costumbres como para hacerlas atractivas e interesantes al lector de hoy.

En la prioridad de lo argumental, la construcción cómplice de un entramado que puede tornarse previsible en algún momento pero que resulta siempre emocionante, Feuillet parece adelantar géneros discutidos desde la estética, aunque de poderosa influencia social y probada masividad en el consumo cultural como la telenovela. La acción avanza –entre reflexiones o descripciones abundantes pero siempre secundarias con respecto a los sucesos- hasta el momento en que el desenlace se abrirá paso, tras haber propiciado el febril entusiasmo, la sana curiosidad del consumidor de ficciones. En ocasiones, la lectura me hacía pensar en el auge de la radionovela en Latinoamérica o en los impulsos estructurales de la continuación televisiva del género. “¿No había, sin embargo, alguna apariencia de que la señorita Margarita pudiera por sí sola abrir los ojos sobre la indignidad de la elección y hallar en alguna inspiración secreta de su propio corazón el consejo, que me era prohibido sugerirle? ¿No podía levantarse repentinamente en aquel corazón un sentimiento nuevo, inesperado, que de un soplo redujera a la nada las vanas resoluciones de la razón?” (p.146).

En La novela de un joven pobre pesa bastante el valor de la nobleza. La identidad del protagonista, la trabajosa pero inevitable revelación de su  condición que oculta tras una circunstancia de sostenida humildad, pueden provocarnos algún momento de escozor visto a la luz de hoy.  Sin embargo, sin que el autor reste peso nunca a “los dineros” o los títulos, hay una observación minuciosa de los sentimientos humanos.  

Para el lector español resultará un elemento adicional de interés los momentos en que el tema de los linajes se abre al estrecho vínculo con las familias principales de la nobleza española. Además de ese referente reiterado, hay otras evocaciones en las que Feuillet abunda en una imagen de simpatía hacia las costumbres o los modos del país vecino.

Sobre la mujer, el autor diserta generosamente en ambas novelas. Por momentos parece seguir lugares comunes de su tiempo pero en otros nos regala sonoros y lúcidos elogios de la sensibilidad femenina. Por ejemplo se refiere a “la abnegación apasionada y el entusiasmo del sacrificio que son la virtud especial y la gloria de su sexo”. (p. 195).

Vale destacar que si bien la visión  de la mujer va de  la complicidad a la repetición de los tópicos sexuales y domésticos  de su época y formación, en ambas novelas salen mal parados los personajes que subestiman o hasta maltratan a las damas con las que se relacionan.  Ni el mujeriego y oportunista rival del personaje narrador en La novela de un joven pobre ni el marido de la bella y sensitiva Juana que ilumina Historia de una parisiense tienen opciones de ganarse el afecto o la simpatía.

En cuanto a su capacidad para observar el proceder de sus criaturas literarias  desde un punto de vista más social –asunto que claramente interesa menos al autor que la urdimbre de sentimientos- hay páginas en las que se aprecia una notable lucidez. Veamos esta definición del trabajo que pudiera ser comentada hoy y hasta, arriesgándose a la incorrección, ser suscrita a la luz de nuestra vida cotidiana: “El hombre no ama al trabajo y, sin embargo, no puede desconocer sus indescriptibles beneficios; cada día los experimenta, los goza, y al día siguiente vuelve a emprenderlo con la misma repugnancia. Me parece que hay en esto una contradicción singular y misteriosa, como si sintiésemos a la vez, en el trabajo, el castigo y el carácter divino y paternal del juez”. (p. 25).

En Historia de una parisiense el autor hace recordar más su condición de dramaturgo. Adquieren mayor peso y alcanzan notable fluidez las escenas dialogados. Además, evoca al escritor para la escena a través de una caracterización directa, concreta y sensorial de los personajes. Si en la primera novela la estructura, a partir de anotaciones de un diario, propicia un uso –y podría señalarse que algún momento de abuso- del circunloquio, en la segunda la descripción de los ambientes o los precisos saltos al pasado dejan paso a la actividad social y sobre todo sentimental de los personajes.

Llama la atención que, en una situación de notable, intensidad dramática, el marido celoso acude a la referencia a los géneros artísticos y sobre todo a la sensibilidad que mucho pesaba en la educación sentimental y hasta la proyección pública de esos años y también en las décadas siguientes.  Exclama el conservador y pragmático señor Maurescamp: “¡Siempre ese miserable espíritu de romanticismo que les pierde a todas”. Y más adelante: “¡Vamos, ahora es melodrama!” (pps.288-289).

Está aquí esa referencia a lo romántico o lo melodramático como actitud vital más allá de su origen estético que tendrá continuidad a lo largo del siglo XX y que podemos encontrar en los debates actuales. 

En  Historia de una parisiense puede apreciarse cierta influencia del Periodismo que ganaba prestigio y relevancia pública por esa segunda década del siglo XIX en que se escriben y consumen inicialmente las obras de Feuillet.  Ya se sabe que era usual y generalizado que aparecieran estas narraciones en forma parcial en revistas, por entregas sucesivas y esperadas. Tal vez ese sentido de inmediatez –que estaba en las publicaciones periódicas y también en los dinámicos repertorios de las compañías teatrales de esos años- haya influido en que el estilo de Feuillet dé muestras de ingenio, gracia y destreza pero no sea el de un virtuoso de la prosa como su contemporáneo Flaubert.  Uno quisiera a veces que el novelista adjetivara con más originalidad o que hubiese dejado florecer mejor un concepto o definición podando otro de menor jerarquía que aparece un par de páginas más adelante. No creo que fuese falta de talento de un escritor que da muestras constantes de pericia argumental y sabiduría en la plasmación de las pasiones. Intuyo que Feuillet fue de esos autores que tuvo más compromiso con el mundo editorial o las marquesinas teatrales que le eran inmediatos que con lo que el gran escritor cubano Virgilio Piñera llamaría “la dudosa reparación de la posteridad”.

Lo interesante y útil de una edición como esta es no dejarse llevar por la estrecha lista de clásicos indiscutibles y ofrecer dos obras que conservan lozanía, interés, atractivo. Ya se sabe que cada generación lee de forma distinta el legado literario. En tiempos en que se hace compleja  la batalla por fomentar o conservar el hábito de consumir historias desde un entramado de palabras, un autor tan gráfico, sensorial, fluido como Octave Feuillet tiene mucho que decir a favor de la reflexión y del mejor entretenimiento.

 

Amado del Pino.