CUANDO SE VAYA LA NIEBLA

ANDREA RODÉS

La despreocupada vida de Naiara sufre un cambio radical cuando encuentra unas cartas de su abuelo fallecido que le revelan la existencia de unos familiares en Serbia. Empujada por la curiosidad y el deseo de romper con el aburrimiento cotidiano, decide emprender un viaje para conocerlos. Durante su visita a Zrenjanin, y más allá del cálido reencuentro familiar, esta joven de treinta y dos años se verá involucrada en una trama política y tendrá la oportunidad de vivir de cerca el drama de los refugiados que en ese momento tratan de alcanzar Europa cruzando los Balcanes, lo que la hará replantearse la vida que ha llevado hasta entonces. 

Con una trama ágil y un lenguaje llano a la vez que intimista, Cuando se vaya la niebla logra captar de inmediato la atención del lector, que se involucrará con la protagonista en su aventura existencial y junto a ella descubrirá que, hace tres siglos, esa ciudad serbia, fronteriza con Rumanía, llegó a llamarse “Nueva Barcelona” tras la llegada de un grupo de refugiados austracistas de la guerra de Sucesión.


 Prólogo

 

La Nueva Barcelona, Zrenjanin y el Banato

 

Poca gente, en Europa occidental, ha oído hablar del Banato. Menos gente aún sabría emplazarlo en un mapa. Tampoco yo podía hacerlo, en abril de 2007, cuando vine aquí, a Timisoara, donde escribo este prólogo, por primera vez. No recuerdo siquiera cuándo fue que alguien me lo mencionó: imagino que pasó el nombre a través mío como tantos otros datos que oyes cuando descubres un lugar.

Pero el Banato volvió, de forma recurrente, a las conversaciones que mantuve con aquellos con los que hablaba. Primero como una zona geográfica de Rumanía occidental, luego como una zona mucho más amplia, histórica, dividida entre Rumanía y Serbia en gran parte, más una pequeña porción en Hungría. Y si no recuerdo quién me lo mencionó esa primera vez, sí que sé quién fue el primero que me lo definió realmente, allá por el 2009: el profesor de primaria de la escuela serbia de Timisoara, señor Milenko Lukin. Me dijo: «El Banato fue la Unión Europea antes de que existiera la Unión Europea». Y es verdad.

Para un eurófilo como yo, descubrir el Banato en su dimensión histórica, en su verdadera dimensión, supuso una pequeña conmoción interna. Sí, había existido un territorio en Europa en el que pueblos de distinto origen, lengua, cultura y religión convivieron pacíficamente durante más de doscientos cincuenta años. Sin ningún conflicto reseñable. Una zona que, recuperada de los otomanos para la cristiandad y vaciada de vencidos, fue repoblada por orden de los Habsburgo con colonos de toda Europa. Fue así como nacieron pueblos checos, franceses, serbios, húngaros, alemanes, italianos, rumanos, ucranianos, croatas, eslovacos, y hasta uno español, que llevó el nombre de Nueva Barcelona, en la actual Zrenjanin (Serbia), de corta vida y triste final, y marco de la historia contada en este libro.

En la ciudad en la que vivo, Timisoara, capital histórica del Banato y hasta 1918 parte del Imperio austrohúngaro, lo normal era aprender uno o dos idiomas en casa y entender un par más de la calle. Por lo general estos eran húngaro y alemán, o serbio, o rumano. Un buen «banateano» habla cuatro idiomas, me dicen aún hoy. Y quizá profese cinco religiones: la judía, la católica, la ortodoxa, la luterana y la calvinista. No hay constancia, o al menos no la he tenido nunca, de que esta convivencia generara conflicto. Era un vive y deja vivir. Nadie tenía la mayoría, por tanto, todos se respetaban. Ese Banato desapareció poco a poco, y aunque mucho se habla aún de multiculturalismo en esta zona, poco hay de esa riqueza pasada. Roto el equilibrio de las minorías, marcharon los húngaros a Hungría, los alemanes a Alemania, los serbios a Serbia, los judíos a Israel y los rumanos a Rumanía. Queda el recuerdo, y un falso multiculturalismo en boca de todos, pero ya irreal. 

Oí hablar de Nueva Barcelona por primera vez en 2010. Yo vengo de la vieja, de la original, de la Barcino romana. ¿Cómo y cuándo pudo existir este pueblo? ¿Por qué ese nombre? Encontré poca información en Internet, pero supe localizarla en el mapa, en la ya mencionada Zrenjanin, antes llamada Nagybecskerek en húngaro (Gran Becskerek, para distinguirlo del Becskerek, hoy en Rumanía). Antigua zona fronteriza, pantanosa, insalubre, de inviernos eternos y polares, y veranos ardientes y envueltos en aires plagados de mosquitos y epidemias. Aquí fue enviado un grupo de unos mil ochocientos españoles, la mayoría ancianos, viudas y niños. En dos años, los pocos sobrevivientes dejaron atrás el paraje y a unos cuarenta menores huérfanos que habían sido adoptados por familias húngaras del lugar. Fue una historia triste de la que nada quedó sino el recuerdo. No existe hoy ni una casa de madera de los colonos, todo ardió en un incendio posterior, aunque dicen que los árboles de morera los trajeron los españoles, y que el actual teatro se encuentra donde el antiguo granero. Quizá más leyenda que realidad.

Visitar Zrenjanin en 2010 por primera vez, no lo sabía yo entonces, me iba a cambiar la vida. Hice excelentes amigos: Predrag Vrzić y Sanja Vrzić. En los años que siguieron los visité varias veces. Predrag es un gran guía turístico y fue él quien me enseñó lo poco que se podía enseñar del pueblo de mis compatriotas, aquellos que quisieron dar a su nueva vida el nombre de mi ciudad. Su mujer, Sanja, trabajadora del museo local (elegido mejor museo de Serbia en 2006) me dio acceso a los objetos de doscientos cincuenta años atrás y a sus hermosas colecciones de arte. En verano del 2016 decidí pedirles pasar una semana en su casa, estudiando serbio. Pudo ser, y desde entonces, por esas cosas que pasan cuando menos te lo esperas y ya con el gusanillo dentro, voy cada fin de semana a Belgrado a calmar mis ansias idiomáticas y las de mi corazón. Realmente no exagero si digo que Zrenjanin, mi vieja y desaparecida Nueva Barcelona, me ha cambiado la vida y para mejor. ¡Ah!, olvidaba, ¿y por qué Nueva Barcelona? Nadie lo sabe, pero el profesor Agustí Alcoberro, autor de «L’exili austraicista i la Nova Barcelona del Banat de Temesvar» me dio una explicación que, todo y siendo su teoría, me pareció muy posible: los colonos, incapaces de pronunciar «Nagybecskerek» a la húngara, tomaron las iniciales de Nagy y Becskerek para bautizar su asentamiento. No, no eran la mayoría barceloneses, posiblemente tampoco catalanes, aunque quizá sí los más numerosos. Todos eran exiliados austracistas, provenientes de toda España, defensores del candidato habsbúrgico al trono del imperio español. 

Cuando Andrea Rodés me envió el borrador de este libro para una primera lectura, sentí que leía sobre mi casa y me reí con la historia como si me riera de mí. Mis dos «Barcelonas» en el mismo libro. Me permití algunas precisiones, pocas. Andrea estuvo varios meses in situ convirtiéndose ella también en nueva barcelonesa de adopción, o mejor aún, en «banateana» de adopción. Andrea tiene carácter «banatean». No todo el mundo lo tiene. El carácter banatean se distingue por un «vive y deja vivir», y por el sentido del humor, por el reírse de todo, incluido uno mismo, y por saber que cada uno de nosotros somos uno más, ni mejor ni peor que los otros, y que todos merecemos vivir en paz con los demás sin enfadarnos por cosas que no valen demasiado la pena. Es lo que da vivir en una zona en que nadie te impone un idioma o una religión, y en cambio, los aprendes todos con cariño y las respetas todas porque son las del vecino, del cónyuge, del compañero de pupitre, del socio, del cliente..., en definitiva, ser de una zona de una inmensa diversidad y sentir que es lo más normal del mundo porque naciste y creciste en ella y no concibes otra cosa. La Unión Europea en pequeño, la que no sabemos repetir en grande. 

Espero que tras la lectura, intrigados, seáis numerosos los que vengáis a Zrenjanin y al Banato. La orografía es aburridísima, plana, de llanuras sin fin; los ríos, numerosos y anchos; los inviernos, duros; la niebla, densa; los pueblos, muy rurales; la comida, deliciosa; la gente, amable; las casas, calientes; las iglesias, hermosas; las ciudades, clásicas; el folclore, rico; los aguardientes, mortales, y los idiomas, todos los idiomas de esta parte de Europa, encapsulados en un pequeño territorio que apenas aún los mantiene vivos, como herencia de un pasado que se desvanece y que quizá ya no exista pronto, cuando se vaya la niebla. 

 

José Miguel Viñals

Timisoara, 02.10.2018