CAMINO A BABEL. CONVERSACIONES CON JORGE LUIS BORGES

HÉCTOR ÁLVAREZ CASTILLO

El hechizo iniciático del discípulo que conversa con su mentor; el genio interpelado por un jovencísimo talento que, con el tiempo, devendrá en uno de los más lúcidos literatos de nuestra contemporaneidad; quizás una de las últimas conversaciones con Jorge Luis Borges registradas antes de su partida al gran mar. 

Héctor Álvarez Castillo revisa, corrige y enriquece su libro más difundido, para que el lector acceda a la edición definitiva de este material celebrando el 120 aniversario del natalicio de Borges. Camino a Babel brinda una visión complementaria del genio literario, muy deseable para el abordaje de la obra del escritor más revisado, comentado y traducido de la historia de la literatura universal luego de William Shakespeare. 

Una obra distinta para los lectores e investigadores que encuentran en el autor de El Aleph lo que no les ofrecen otros escritores.


Prólogo

 

Descubro en el análisis de este material, con miras a la tarea de prologar, que de mis varias relecturas, hoy todas se hacen indispensables: la primera de ellas se hizo por placer, en sí misma la literatura es eso y este perimido ejercicio sigue siendo, sin embargo, uno de los más fundantes. Luego aconteció una lectura más intensa, denomino a este fenómeno en mi vida «lectura industrial», donde la avidez por el dato y la búsqueda de claves me llevó a devorar rápidamente este volumen. La última de las lecturas sucedió ante la necesidad de refrescar en mi memoria ciertas certezas iniciáticas halladas, y en esa instancia este libro se convirtió para mí en esencial. 

 Conocí a Héctor Álvarez Castillo durante mi corto lapso de funcionario público en el municipio de Alte. Brown, donde primero desempeñé funciones como coordinador de Patrimonio Cultural y luego, simultáneamente, como coordinador de Casa Borges. El autor de Camino a Babel se presentó una tarde en Adrogué; necesitaba datos para la escritura de un cuento, aún inédito, situado en esa ciudad del sur de Buenos Aires donde Borges había sabido pasar largas temporadas con su familia. El edificio del siglo XIX donde se desarrolló nuestra primera charla se hizo eco de algunas anécdotas aquí compendiadas del genial poeta que se consideraba a sí mismo un hombre de aquel siglo.

Las instancias de relectura relativas a mantener vigente y a flor de labios lo aquí aprendido fueron numerosas. Es indudable la profundidad de su contenido, pero destaco especialmente su inteligente planteo como crónica personal. Ahora se me otorga el privilegio de prologar uno de mis libros favoritos, y esto conlleva otra agradable revisión a fin de ser preciso y elegir palabras destinadoras de gracia, que inviten y, además, estén a la altura.

Quizás debería iniciar esta tarea con sesenta y cuatro prólogos a la secuencia introductoria que plantea, y luego cuatro más, dada la profundidad que alcanza el autor en cada capítulo de este libro y así, finalmente, usurparía una atención que estas palabras introductorias no merecen. 

 

En el camino de la mejor tradición borgeana, Álvarez Castillo hace alarde de erudición en citas y referencias, valor agregado a un texto cuya médula es retratar una serie de encuentros con el genio, ese que de niño descubrió ficcionalmente El Aleph y fue su dueño. El autor de Fervor de Buenos Aires está vivo y presente en este libro que es una visión personal, complementaria, de esa verdadera biblioteca de Babel de estudios y exégesis del escritor más comentado, revisado y traducido de la historia de la literatura universal luego de William Shakespeare. La mencionada complementariedad para la comprensión de la obra de Borges es muy deseable, no porque sea imposible abordarlo desde la individualidad de la lectura, sino porque es muy vasto el universo borgeano y se diversifica y bifurca a cada paso, no es solo la sustancia de los temas abordados en la obra en sí, también es menester abarcar ese mundo del Borges lector, que incluye a Kafka, a Stevenson, a Lugones, a Bioy Casares o a Schopenhauer; la comprensión de esta fecunda obra, la del autor de Luna de enfrente, seguirá incluyendo nombres célebres: Abelardo Castillo, Edgar Allan Poe, Macedonio Fernández, Harold Bloom, Pierre Eugène Drieu La Rochelle, René Descartes, Arthur Rimbaud, Julio Cortázar, Ray Bradbury… se puede seguir largo rato enumerando. Por esto Camino a Babel prueba su eficacia como texto de consulta. A la hora de una exégesis, Álvarez Castillo nos guía desde su perspectiva hacia un abordaje de Borges y su obra, que incluye una pléyade de autores permanentemente referenciados por este: esta vez desde una visión crítica. Lo complementario colabora entonces en la apreciación de una producción literaria, emblema de la argentinidad, que deslumbra al mundo entero.

 

Dentro de las obsesiones borgeanas se encuentra la constante voluntad enumeradora, quizás una necesidad de dar versiones definitivas —cuestión que afiebró a Confucio—, o abarcar la totalidad del conocimiento acerca de una determinada temática: herencia de la Encyclopædia Britannica. En espejo a esta tendencia, Héctor elige la proliferación, queda esto muy claro al revisar el índice onomástico que cierra este volumen, donde el lector podrá corroborar de manera cuantitativa los reflejos que se enfrentan a la obra del autor de Cuaderno San Martín y lo multiplican, y son las referencias, las citas, los epígrafes y los comentarios o llamadas que el propio autor incluye en sus textos, los que guían esta voluntad. Bien sabemos lo encantadoramente tramposo que era Borges forzando la Cinta de Moebius de su literatura hacia giros y cruces imposibles, obligando al lector a diversificar sus conocimientos y despertando su curiosidad por las fuentes de las cuales abrevó. Menuda genialidad la de un autor que direcciona la atención de sus lectores hacia otros colegas: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído…», acto confesional largamente honrado.

Este libro inicia desde una aguda visión que desglosa en sesenta y cuatro puntos múltiples obsesiones y grandes disquisiciones, en un juego matemático que funciona como introducción. Si las cuantificaciones son parte de la sustancia, entonces en términos cualitativos el contenido de este breve volumen sorprenderá al lector muy gratamente. Héc­tor Álvarez Castillo nos conduce por esos sinuosos andares del conocimiento enciclopédico de la literatura universal, aplicados en este caso a ilustrar sus encuentros con el autor de Inquisiciones, quien se vuelve emblema en las palabras aquí compendiadas, y uno se asoma a una intimidad fascinante. ¿Cómo era salir a dar un paseo con Borges? ¿Qué respuestas obtuvo del personaje célebre un joven escritor?

Como en La rosa de Paracelso o en Veinticinco Agosto 1986, hay aquí cifrada una duplicidad y la tácita certeza del discipulado, pero en una dimensión cotidiana, la lectura de las conversaciones discriminadas en dos encuentros nos conectan con la oralidad, con el Borges conferencista, el entrevistado, el autor consciente de su obra y su trascendencia. Héctor posibilita desde su propia curiosidad el abordaje de una dialéctica esencial que en el tramo final de su vida era brillante y dinámica, dotada de todas las necesarias citas y en ejercicio de los dones concedidos por la biblioteca de Jorge Guillermo Borges, de la cual Jorge Francisco Isidoro Luis se hizo dueño en su derecho de lector antes que el sucesorio, un Borges joven cuya creciente discapacidad visual agilizó su memoria convirtiéndolo paulatinamente en una biblioteca viviente; finalmente Georgie triunfó en sus afanes y nunca abandonó aquella mítica biblioteca de su padre, porque de algún modo se metamorfoseó en ella. Prueba suficiente estas conversaciones de 1984 y 1985 en las que Álvarez Castillo dispara su curiosidad de manera aleatoria, sorprende y maravilla este intercambio ya que Héctor contaba entonces con poco más de veinte años. También me atrevo a decir que el autor del presente libro será, por una cuestión cronológica, quizás el último en capacidad de dar testimonio del Borges vivo y cotidiano.

En el primer capítulo de Camino a Babel hay por elección una miscelánea de ejemplos de alto calibre literario para introducir a la comprensión del material propuesto y de alguna manera ilustrar cabalmente a Jorge Luis Borges, pero con respecto a aquel que a Héctor más le interesa, el Borges erudito y el que consagró toda su vida al ejercicio excelso de la literatura, su legado es así objeto de un inusual homenaje.

 

Borges es el esplendor verbal, su obra una literatura que ilumina el instante de la lectura, habremos de entender el enciclopedismo como laberinto finito y a los espejos como laberinto infinito, aquí se elige aviesamente la sublimación que implica el tablero de ajedrez, todo esto un poco en el estilo de Nietzsche, que comprende al mundo como voluntad y representación, hallando una clave innegable, plataforma que guiará con su incandescencia el camino de otros. Este libro aborda al literato iluminado desde su costado más humano, representándolo para nosotros en el mundo real, describiéndolo en ese acto cotidiano expresado en su voluntad de vivir ahuyentando el fantasma de la ceguera.

 

En estas páginas también hay hallazgos fruto de la lectura y la investigación que el lector disfrutará; a descubrir quienes influenciaron a Borges, o cuales volúmenes fueron disparadores para sus ideas, se suma la inteligente revisión de opiniones y anécdotas de Jorge Luis Borges que deleitarán haciendo muy amena la lectura; estos extractos revelan además el profundo estudio de autores universales que influyeron a Borges, sistema que Héctor Álvarez Castillo domina ampliamente; no ahorrará tampoco fundamentadas críticas al sujeto de su análisis. Es interesante apreciar, además de disquisiciones personales, la colección de opiniones de contemporáneos sobre la obra o la persona del autor de Libro de sueños, también valoraremos aquí algunas de sus contradicciones. La refutación de algunos autores que revisaron la obra de Borges tampoco se esquiva, muchas de estas interesantes elucubraciones aportan visiones personales de fenómenos lingüísticos intensamente comentados por muchos exégetas, pero en este caso Héctor suma una opinión nacida en largos años de estudio, entonces estas aseveraciones adquieren el espesor de la erudición de su autor.

 

 

Hay un fenómeno que he observado en mis propias y modestas investigaciones borgeanas, errores notorios de comprensión de los textos, el adjudicarle significancias o dobles sentidos desde la propia malicia o incluso tendenciosamente, y por último desde la visión sesgada de autores extranjeros los análisis etimológicos risibles de argentinismos. Recuerdo especialmente una complicada y errónea explicación etimológica del vocablo Turdera —denominación de una ciudad del sur de la Provincia de Buenos Aires, lindera a la de Adrogué, donde los Borges-Acevedo edificaran su casa de vacaciones—. Este análisis partía de la raíz anglo de la palabra turd, excremento, para ejemplificar el juicio valorativo de Borges hacia la región donde habitaban los hermanos Iberra, una historia de cuatrerismo y fratricidio que oyera en el bar El Caú cercano unos cincuenta metros de su casa adroguense. Nada más lejano, el autor de Historia de la eternidad porfiaba con Victoria Ocampo para instalar la idea de que las cosas importantes sucedían en el sur, quintaescencia ficticia de la argentinidad, en oposición al norte, donde la editora de la mítica revista Sur vivió y murió, supuestamente extranjerizante. Incluso en un paseo por la ciudad de las diagonales —trazado original del fundador Esteban Adrogué y de los arquitectos Canale, previo al de la ciudad de La Plata— junto a Ulises Petit de Murat, oyeron ambos una payada; su amigo le preguntó si era esto habitual, a lo que Borges respondió que sí, que era algo cotidiano, y después confesaría que fue una mentira, que fue la primera y última vez que oyera ese desafío musical de rimas y guitarras, pero que esperaba que esto llegara a oídos de Ocampo. 

No hay errores de este calibre en Camino a Babel, ninguna aseveración está ausente del concienzudo estudio y el subsiguiente análisis, estamos lejos del territorio pantanoso de la asunción, la adjudicación o la banalización del discurso.

La valoración de la obra de Jorge Luis Borges no pasa aquí por la adulación o la perplejidad, sino que es transversal a un curioso análisis comparativo, donde imaginarios puntuales de autores, permanentemente rumiados por este, nos ilustran a instancias de la comprensiva lectura del autor de este volumen y sus consideraciones, para orientar la lectura de sus conversaciones con el genio, que es la verdadera sustancia que nos ocupa. 

Héctor Álvarez Castillo profundiza la visión prismática que decodifica a Borges en su faceta ideológica. Como simplificación siempre se ha dicho que fue antiperonista, es sabido que el motivo disparador de esta posición en contra de Perón y su doctrina fueron los días de encarcelamiento sufridos por su madre Leonor Acevedo y su hermana Norah, por participar de una protesta para impedir la ­modificación del Himno Nacional; me permito aquí aportar la noción de adversario en contra de la de enemigo: Estela, la hija de Fanny, quien estuvo treinta y nueve años al servicio de la familia, me refirió en su visita a Casa ­Borges —única casa-museo en el mundo, que perteneció a la familia ­Borges-Acevedo entre 1944 y 1953—, durante el período de mi gestión al frente del espacio, que hacia fines de junio de 1974 hallaron al autor de Nueva refutación del tiempo rezando en un rincón y que cuando se lo interrogó sobre el porqué de sus rezos, dijo: «Rezo por Perón. ¿No sabe que se está muriendo?».

El tema de Borges y sus antepasados se resuelve aquí con tres renglones magistrales en el punto número 50, síntesis celebrada a instancias de la lógica y del profundo estudio de la vida de nuestro autor, todas las disquisiciones posibles relativas a la obra borgeana están presentes en estas páginas como si el escritor de este breve volumen quisiera aclarar todo y hacerlo de manera concisa, esta cualidad le otorga al texto una cuota de interesante modernidad; inmersos en una realidad enunciada en emoticones (horrible palabra), donde es esencial «tweetear quotes» que a nadie interesan, portadoras de un mensaje tan superfluo como breve, agradecerá el lector la precisión aquí alcanzada. Diré, además, que quizás lo único que necesita prólogo son los sesenta y cuatro puntos iniciales.

 

Al adentrarse el lector en el capítulo «Solo memoria», participará de la fascinación de la intimidad con el genio, y lo referido se tornará entrañable. En las antípodas de los escrutadores del hoy y del ayer, a Héctor le interesa la esencia. Recuerdo un miserable programa de TV de mediados de los años ochenta donde se presentó Marta Lynch haciendo gala de ser portadora de polémicas revelaciones, siendo detestables todas sus apreciaciones, y sin saber que la cercana muerte del autor de Historia universal de la infamia tornaría aún más patéticas sus desafortunadas declaraciones. Adentrarse maliciosamente en la intimidad de Borges ­exhibe en primer plano las miserias de sus detractores, antes que opacar su nombre.

En este compendio de recuerdos el lector acompañará a Álvarez Castillo al cuarto de Borges, almorzará con él y recorrerá las inmediaciones de Maipú 994, con la morosidad que el transeúnte adulador ocasiona, antes que la lentitud del no vidente.

Notable también la sagacidad de relacionar hechos y ­acciones de Borges. Héctor vincula los sucesos inmediatos a sus conversaciones grabadas en casete con las últimas publicaciones del Premio Cervantes.

El Borges de «Solo memoria» se me representa como el más reconocible, el que tuve frente a frente allá por 1983 en la explanada del Centro Cultural San Martín, acompañado por María Kodama, ese al que no me atreví a dirigirme; un anciano aún curioso de historias orilleras, el indagador ávido que me refirieron en sucesivas anécdotas vecinos añosos de Plaza Brown 301, ese que paraba la oreja tanto en el mencionado bar El Caú, como en la peluquería de Faustino Cammarota, personaje adroguense que la imaginación de Borges trocaría en eje central del relato «Seis problemas para don Isidro Parodi», coescrito con Adolfo Bioy Casares y publicado bajo el pseudónimo H. Bustos Domecq. La sobrina del peluquero me contó en su visita a la casa museo que me tocó el honor de inaugurar, de lo habitual de la presencia del autor de Elogio de la sombra, aun sin necesidad alguna de corte de pelo, solo para involucrarse en las conversaciones de su tío y los ocasionales clientes, allí recababa datos antiguos, que iban a parar a ese imaginario borgeano que situaba relatos en el siglo XIX, datos presentes también en el cuento “El Sur” (Ficciones, 1944), donde hay una referencia poética a su casa de vacaciones, cuento mencionado como su favorito. Allí leemos:

 

A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura…

 

 O la invocación final del poema «1964» que dice: «Solo que me queda el goce de estar triste, / esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina».

 Otras caracterizaciones se hacen presentes en «La muerte y la brújula», cuento publicado originalmente en la revista Sur en mayo de 1942, cuya quinta Triste Le Roy no es sino el desaparecido hotel La Delicia, fundado por Esteban Adrogué. También recibí a una exalumna de William Foy, maestro de inglés y empleado del Ferrocarril del Sud, que devino en el personaje ficcional Herbert Ashe, del cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (Ficciones, 1944), dato que supo sonsacar Félix «Grillo» Della Paolera y que está compendiado con tantos otros en su Borges, Develaciones. Disfruté de cientos de testimonios de vecinos que me hablaron de un Borges cotidiano, visto del brazo de su madre, asistiendo a la misa dominical en la demolida iglesia San Gabriel, frente a su casa, cruzando la plaza donde el Almirante Guillermo Brown estaba rodeado por cadenas y anclas, que demarcaban además otros senderos que se bifurcaban; nada de esto existe ya, es solo memoria, todas historias mínimas de un ciego famoso al que los niños que jugaban en la plaza rodeaban y ayudaban a desplazarse, coleccionista de relatos con el sabor de un sur que permanecía estoico y posible aun a mediados de los años cuarenta del siglo pasado, en la ciudad de los eucaliptos.

 

De regreso a lo nuestro, a este prólogo a Camino a Babel, opto por no anticipar nada de las conversaciones en sí, como corpus del relato, lo hago aviesamente, no necesitan prólogo alguno. 

  Bienvenidos a la lectura de este querido libro.

 

Fernando Gonzalez Oubiña