DAME LA PASTA

 IVA PEKÁRKOVÁ

Mientras conduce su taxi amarillo por Nueva York, ante los ojos de Jindřiška se alza, imponente, la silueta de un Manhattan que, a fuerza de rodar por sus calles, se le ha metido en el cuerpo y en la sangre. En cada ámbito de su vida, esta joven eslava de nombre impronunciable, a la que todos llaman Gin, parece jugar con desventaja: es una blanca que vive en Harlem con un marido africano —que la ayudó a obtener su ciudadanía y se la cobra de todas las maneras posibles—, y es una mujer que ha escogido sobrevivir con el oficio más genuinamente neoyorkino, un oficio de hombres, lleno de riesgos, trampas y deslealtades en el que ella navega con una ingenuidad y una osadía que de algún modo la blindan ante los peligros que la acechan al doblar alguna esquina, en la penumbra de cualquier calle e incluso desde el asiento trasero de su auto. 

Dame la pasta es una novela urbana, dura, de un realismo devastador, a la vez que intimista y poética. El sexo es un ingrediente natural, sin ser protagónico, de una historia llena de encuentros y desencuentros, de colores y de razas, de idiomas y de jergas, de personajes extraídos de la vida misma, divertidos y patéticos, entrañables o repulsivos, y todo ello en una prosa fluida, intensa, visceral y, sobre todo, de una belleza sobrecogedora.  

 


Capítulo I

LA GRAVEDAD

 

 

Las grandes ciudades emanan gravedad, igual que los grandes planetas. Uno apenas toma la decisión de venir a la gran ciudad. En la gran ciudad, se cae. Generalmente, de cabeza. Algunos inmigrantes tienen la suerte de poder acercarse a hurtadillas a una u otra metrópolis, palparla desde la distancia igual que se puede palpar Nueva York desde Filadelfia y París desde Zúrich o desde Ámsterdam; pueden aprenderse de memoria su silueta y avanzar despacito con las manos; dejarse caer en ella casi sin dolor por la red salvavidas de sus parientes, amigos y conocidos, películas, libros o lengua. Estos afortunados, antes de aterrizar, cruzan la atmósfera de la ciudad con una escafandra protectora confeccionada con todo aquello que habían oído sobre ella.

Pero para algunos de nosotros, la fuerza de gravedad de estas ciudades llega más allá del océano; a través de nueve montañas y nueve ríos, estas ciudades gigantescas extienden como pulpos sus tentáculos succionadores. Y cuando nos dejamos atraer y atrapar por un tentáculo como si fuera un cordón umbilical, de repente nos eleva por una espiral plateada, hacia arriba, lejos… con tal velocidad, que la inevitable caída sobre el trasero solo puede ser amortiguada por el amor a esta ciudad, a este peculiar planeta espinoso.

 

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Cada vez que Jindřiška volvía a Manhattan, casi al amanecer, de su última expedición a Brooklyn, tenía la sensación de que trepaba hacia arriba a una velocidad frenética, como hacia el cielo, hacia la isla de Manhattan por la cinta del puente de Brooklyn (que se agita y vibra bajo las ruedas del taxi como los músculos del lomo de un caballo), y al mismo tiempo caía sobre Manhattan desde una enorme altura por un abrupto tobogán (cuyo temblor penetraba su propia esencia y llenaba a Jindřiška de un dulzor amargo), o que las líneas de fuerza magnética de la isla de Manhattan la atraían como a una bala de acero para que se pegara a su superficie con un tintineo. Después, cuando se acababa el puente y de repente ya estaba en la isla, cada vez se sorprendía de no haberse hecho añicos con la caída. En lugar de ello, aterrizaba al pie del puente sin hacer ruido, solo el asfalto murmuraba calladamente bajo los neumáticos, como una marejada. Ante ella, se extendía un embrollo de calles perpendiculares, abierto, conocido y accesible como el plano de su propia cabeza. Casi al amanecer, la corteza cerebral de Jindřiška se desplegaba como un mapa por el asfalto gris y el hormigón, incluyendo los pensamientos, experiencias, recuerdos y esperanzas impresos en ella. Los recuerdos y las experiencias adoptaban la forma de tapones de cerveza hundidos, latas de aluminio aplastadas o cristales pisoteados. Las esperanzas tenían la forma de dardos inversos, que las patas de las palomas introducían en el hormigón mientras aún estaba húmedo.