QUE NADIE MUERA SIN AMAR EL MAR

MARÍA LUISA BALAGUER

De día, trabaja como telefonista en una línea de información. De noche, duerme en el sofá de su piso, con la única compañía de tres relojes cuyas horas nunca coinciden y un puñado de objetos inútiles que solo acumulan polvo y son testigos mudos de su patética vida: rollos de una noche, alcohol, cigarrillos, vacío y soledad. Los lunes, mientras toma café con su hermana mayor, casada y con tres hijos, detrás de cada frase en apariencia inocua, late el eterno subtexto de un insondable secreto familiar. 

En un monólogo coloquial y sarcástico, deshilvanado y a la vez extrañamente lógico, Ana nos expone sus días y sus pensamientos, alternándose con un narrador aquiescente, que nos ofrece una lectura más “objetiva” de esa misma realidad. El estilo narrativo puede tornarse caótico: oraciones interminables; puntuación imposible; tiempos verbales que saltan entre pasado y presente, incluso en medio de una frase.

Y el lector permanece ahí, empático y subyugado, sin jamás perder el hilo ni desorientarse. Paso a paso, el caos lo conduce a la comprensión y todo cobra sentido, para luego volver a perderlo; son las reglas de este puzle que nos propone Lucie Faulerová, quien, escribiendo derecho con líneas torcidas, nos habla de amor, sacrificio, melancolía, culpa y autodestrucción.


cero

 

 

Fue el peor momento de su vida, es decir, sin contar todos los demás. Fue el peor momento de mi vida, es decir, sin contar todos los demás. Sin contar los que ya había dejado atrás y me decían adiós con expresión de satisfacción por el trabajo bien hecho, y sin contar los que no podían esperar a alcanzarme, cambiaban de pie impacientes, me miraban apuntando la barbilla y extendiendo ampliamente los brazos.

Pero lo gracioso es que en realidad te puedes acostumbrar a todo. Así que tras un tiempo te empieza a aburrir, por así decirlo. Dejas de temblar de miedo, dejas de morderte las uñas por los nervios y pones la mejilla para recibir el tortazo; incluso señalas con el dedo dónde deseas esta vez la punzante bendición —oh sí, por favor, otra, otra—, manotazo a un lado, manotazo al otro. Y si no duele lo suficiente, si no te deja pasmado, sorprendido, no te dobla las piernas, no te da una patada en las ingles, no te derrumba, no te deja casi muerto ni te pisa el cuello, te quedas incluso ligeramente decepcionado. ¿Eso es todo? ¿En serio… esto? ¿No sabes hacerlo mejor? Puf, pulgar abajo.

Pero ese fue el peor momento de mi vida. A conciencia. Hasta las cejas. Sin discusión. Es decir, sin contar los demás, se entiende.

Por el escenario vacío suena la batería cansada, ba-dam chasss, salgo de escena y apago la última bombilla parpadeante.